Edición nº 23 Abril/Junio de 2013

Política española de ayer y hoy I

XVII

I

por Mario SoríaVista desde lejos, no parece España diferenciarse mucho de otras naciones europeas occidentales. Es monarquía, en lo que a la forma de gobierno se refiere, igual que Inglaterra, Dinamarca o Suecia, y democracia, por el modo de elegirse a los gobernantes y la relación existente entre estos últimos y el resto de los ciudadanos. Los derechos de que gozan los españoles similares son a los que tienen los franceses, por ejemplo, y las garantías individuales contra posibles arbitrariedades del poder público, prácticamente iguales a las de cualquier otro país de esta parte del mundo. Las relaciones entre los grupos sociales nada tampoco tienen de extraordinario. Divergen los intereses de empresarios y obreros; estallan huelgas; pero rarísimamente llega la sangre al río; por lo general, terminan las disputas con una transacción. De cuando en cuando, brotes de terrorismo; pero tampoco este último es privativo de la península Ibérica. Gran Bretaña tuvo su terrorismo autóctono e inveterado, y lo tiene Francia en Córcega, y hasta Italia, Alemania y Austria sienten o sintieron a veces en carne propia los coletazos del dragón. Desde más cerca, sin embargo, adviértense desemejanzas.

Ante todo, llama la atención el hecho de haber muchos artífices de la democracia española ocupado puestos de relieve durante el régimen de Franco. La conversión del autoritarismo al gobierno popular fue unas veces súbita, otras paulatina; unas sincera, otras interesada; en todo caso, sorprendente, porque nunca falta quien compare los fervores pasados con los presentes del neófito. Y sorprendente, también, tal conversión, porque contradice el carácter empecinado y fiel habitualmente atribuido a este pueblo (a la inversa, por ejemplo, de los italianos, maestros de la bella combinazione), y porque revela, en la nación aceptadora de la metamorfosis de sus políticos, una tolerancia insospechada.

A tal transformación de la mayor parte de la derecha (otra parte, minúscula, mantiénese fiel a los viejos dioses) corresponde un cambio análogo de la izquierda. Y no hablamos sólo de los comunistas, temporibus callidissime servientes ( 1 ), cuya habilidad para fingirse demócratas es proverbial: demócratas mientras no se den las condiciones objetivas de la revolución, para expresarnos con la jerga habitual de estos viejos traficantes de disfraces, y que, hoy por hoy, también proclaman su obediencia a la voluntad popular, se declaran monárquicos y han inventado, descubridores de otra ínsula de Utopía, el eurocomunismo: lucha de clases sin violencia, hegemonía final del partido sin dictadura. Sobre todo del socialismo hablamos. Redactó éste (antes de 1982, año de su gran triunfo en las urnas) un programa político lleno de fantasías y de buenos propósitos, pacifista hasta rayar en el neutralismo, preocupado por los pobres, prometedor de gollerías para los jóvenes, demagógico y quijotesco, con el tufo de aquella bendita constitución que determinaba serían los españoles benéficos, justos y honrados. En suma, nuncio el partido de una paulatina colectivización de la economía y la substitución de las distintas clases sociales por una sola, homogénea muchedumbre. Y durante las campañas electorales defendieron los candidatos socialistas ese programa, que indujo a más de un millonario a poner a buen recaudo sus bienes, allende los Pirineos o en Ultramar. Sin embargo, llegados al poder los presuntos revolucionarios, cumplióse lo que le aseguraba Mirabeau a María Antonieta: un jacobino ministro casi nunca es un ministro jacobino; vale decir que, poco a poco, fueron Felipe González y sus amigos soltando lastre marxista, hasta resultar la hirsuta asociación un partido socialdemócrata mechado de liberalismo, más afín, en muchos aspectos, a los conservadores de la Thatcher o de Kohl, que a sus homólogos ingleses y alemanes. La política de Madrid poco difiere, pues, de la predominante en París, Bruselas, Londres o Roma, cabiendo afirmar que España, lo mismo que el resto de la Europa occidental, paga tributo, al menos en economía, a los postulados liberales.

Gran parecido hay, por lo tanto, entre unas y otras facciones políticas, igual que si en España se hubiera verificado la teoría que ya hace años desarrollo, a modo de novedad y creación propia, Gonzalo Fernández de la Mora: la extinción de las ideologías y la coincidencia de las parcialidades antes enemigas en propugnar una especie de pragmatismo deseoso únicamente de progreso material. (La política ideológica, la supeditación de la economía a un sistema doctrinal diríase haberse quedado para Corea del Norte y la Cuba de los Castros.) Todo lo cual no impide existir rivalidades y disputas, nacidas, por lo general, de ambiciones personales. Y en esto sí que no ha cambiado la índole del país: cada cual sueña con ser caudillo o caudillito, cabeza de ratón, si no puede serlo de león. La crisis y las escisiones consiguientes de los comunistas, los conservadores vascos, la derecha gallega, la coalición de Manuel Fraga, igual que las que volatilizaron a la Unión de Centro Democrático, hijas fueron casi siempre de zancadillas e intrigas de quienes bebían los vientos por desbancar a sus rivales. Al partido socialista, que tampoco se libra de esta típica fermentación (sector crítico llámanse los descontentos), lo mantienen unido la victoria electoral y el reparto de substanciosos puestos públicos, sin perjuicio de que rezonguen despechados y postergados, que, en circunstancias menos propicias, como unas elecciones de resultado desfavorable, seguramente encabezarán grupúsculos que, ésos sí, intentarán derribar a los cabecillas del partido. Todavía otras afinidades y divergencias, sorprendentes, unen y separan a los políticos españoles. En un país donde existen diecisiete gobiernillos autónomos (con el consiguiente despilfarro del erario) y un fortísimo sentimiento particularista en Vasconia y Cataluña, sentimiento que a menudo se traduce en odio y desprecio a Madrid y sus habitantes, los conservadores castellanos, gallegos y andaluces son aliados naturales, en asuntos educativos y culturales, de los conservadores vascos y catalanes; pero se oponen diametralmente en lo que a la concepción del estado se refiere: centralista para aquéllos y federal, casi confederación de naciones independientes, para los segundos. En cambio, Rodríguez Zapatero y Rajoy pueden en teoría fácilmente entenderse, cuando se trata de atar corto al separatismo y el nacionalismo de unas regiones indiscutiblemente peculiares, pero animadas también de un peligroso resentimiento o complejo de inferioridad respecto de Castilla. Si la política junta extraños compañeros de viaje, la política española lleva la heterogeneidad hasta dejar boquiabiertos a muchos observadores. A los hombres públicos de este país les han impuesto, o se han impuesto, la tarea de gobernar pacíficamente, sin insultarse, golpearse ni matarse más de lo previamente acordado. Y para llevar a cabo su empeño han rizado el rizo, concibiendo una forma de gobierno peculiarísima, retablo de Churriguera: absurda en ocasiones, costosa, complicada, desconcer-tante.
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Nota

( 1 ) La expresión la aplica Cornelio Nepote a Alcibíades, general y demagogo: Temporibus callidissime serviens.






































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