No olvidemos Auschwitz

José Luis Muñoz

El horror conradiano y yo como testigo mudo de él. Joseph Conrad no pudo imaginar más horror que el del Congo del rey Leopoldo que dejó en negro sobre blanco en El corazón de las tinieblas, ignorando que lo peor estaba por llegar. El siglo XX fue el de los grandes genocidios. Estoy en Polonia, y a pocos kilómetros de la idílica Cracovia, lo mejor del hombre, la belleza del arte, tropiezo con lo más abyecto y cruel que sale también del hombre.

El día es hermoso, soleado. No parece otoño sino verano. La llanura polaca se extiende hacia el infinito con un sinfín de tierras roturadas de color ocre que parecen muy fértiles. Las pequeñas poblaciones se suceden junto a una carretera que registra un tráfico moderado. En algunos pueblos los campesinos han montado puestos de verdura.

Auschwitz es un pueblo que se asocia a muerte. Y a eso voy, a un parque temático de la muerte, al ejemplo de lo peor y más ruin del género humano. Y me pregunto si los cracovianos olían el insoportable hedor que surgía de las chimeneas de la muerte, si no pensaban que esas espesas nubes de cenizas que emergían de la cercana Auschwitz y que servían para abonar esas tierras de cultivo ocres pertenecían a más de un millón de seres humanos sacrificados con una eficacia terrorífica.

El trabajo os hará libres. Bajo esa frase de escarnio pasaban a diario los trabajadores de Auschwitz, los que tenían la desgracia de haber sobrevivido a la primera selección que conllevaba una lenta agonía. Por allí debajo paso y espero a mi guía polaca que habla perfectamente español y me guía por el museo de los horrores.

El primer campo de Auschwitz es artesanal, unos pocos barracones enormes de piedra que no hacen presagiar lo que pasaba dentro. Por allí pasaron polacos, rusos, gitanos, finalmente judíos. El eficaz Hess, el director de esa empresa de la muerte, reconvirtió el campo de concentración en campo de exterminio cuando los jerarcas nazis decretaron la solución final del pueblo judío.

Contemplar la doble alambrada electrificada produce pavor. Allí murieron, enganchados a las descargas, con la piel rasgada por el alambre de espino, los que se rebelaban a una muerte lenta. En una horca, entre los barracones, se ejecutaba aleatoriamente a los prisioneros para escarmentar cuando había una fuga. Fugarse era condenar a otros que quedaban dentro. El horror. Los nazis recogían gráficamente sus hazañas. Miles de fotos.

Los barracones han sido convertidos en museo del horror. Nadie bromea cuando pasea por Auschwitz. A medida que se recorren los pasillos del infierno la expresión se hace más dura y brillan los ojos.

Hay una sala llena de maletas con nombres. Miles. Las que dejaban los desventurados que iban, sin saberlo, hacia la solución final y hacían un viaje de ida. Las dejaban con intención de recogerlas después de la ducha con gas zyclón que proporcionaba disciplinadamente la industria alemana que sabía para lo que era. Nadie dijo no. La muerte se convirtió en un inmenso negocio. Capitalismo salvaje y el hombre elevado a la categoría de simple mercancía reutilizable. Hay maletas señoriales con el nombre grabado en ellas y un año. Nadie las recogió y fueron a parar a Canadá, el gran almacén de todos esos objetos perdidos que eran clasificados para su reutilización y venta. Cada maleta es una historia de esos hombres y mujeres que venían de todos los confines de Europa. Llegaban en vagones para el ganado, apelotonados, sin agua ni comida, sin aire. Los más afortunados morían antes de bajar del tren.

La sala del gas zyclón. Miles de botes vacíos de ese veneno granulado que asesinaba cruelmente en 30 minutos. Las víctimas agonizaban entre espantosos alaridos, arañando las paredes, bramando, pisoteándose unas a otras. Los nazis miraban divertidos por las mirillas. Los sonderkomandos, los presos privilegiados que sobrevivían unos meses haciendo el trabajo sucio que los verdugos se negaban a hacer, sacaban los cadáveres, limpiaban la sala de la muerte de heces y lágrimas, llevaban los cadáveres en silencio hacia la incineradora. Al cabo de cuatro meses esos auxiliares eran sacrificados.

Debería hacer frío, nevar, que el viento me cortara la cara. No, nada de eso. Brilla un sol otoñal, pero ni aun así la sensación de angustia y asco por el ser humano desaparece.

La sala del cabello. Miles de cabelleras. Los presos eran afeitados nada más llegar y, desprovistos del cabello, empezaba el proceso de deshumanización. No eran personas, sino números tatuados en el antebrazo. Con las miles de toneladas de cabellos, envasados en enormes sacos, se comerciaba. Llegaban esos cabellos a fábricas en donde se convertían en tejido que luego era vendido. Cabellos humanos ahora todos blancos de hombres, mujeres y niños. Nadie dijo nada. Nadie dijo no.

La guía polaca parece decir lo que siente. Explica minuciosamente el largo proceso hacia la muerte surcado por un sinfín de humillaciones previas, torturas y muerte por inanición. Entraban personas humanas en Auschwitz que progresivamente eran degradadas hasta ser convertidas en desperdicio humano y así fácilmente eliminable. Con el régimen de trabajo y comida escasa nadie sobrepasaba los tres meses.

La sala de los zapatos. Miles de zapatos tras una vitrina. El tiempo ha desgastado la piel. Están amontonados. Impresionan. Los muertos siempre pierden los zapatos. Millones de muertos los perdieron. Hay una vitrina al lado, llena hasta el techo: los zapatos de los niños. Los juguetes de los niños. Los vestidos de los niños. A uno, viendo eso, añade rabia y dolor al asco infinito y ya empieza a maldecir a la raza humana, a los que lo hicieron, a los que lo consintieron, a los que miraron para otro lado, a los que no dijeron no.

Hay más salas con botes de betún, cepillos de dientes, dientes de oro que se arrancaban a los cadáveres, prótesis de piernas, sillas de ruedas, todo minuciosamente almacenado en Canadá, el departamento de esos objetos perdidos, en los que trabajaban presos que clasificaban el producto de la rapiña de los buitres. Canadá era el paraíso en el infierno.

Hay una horca especial que mira a los barracones de la muerte, de la que se balanceó el cuerpo de Hess, el empresario de esa fábrica de la muerte que es Auschwitz, al que premiaron por lo eficaz que era, un modélico trabajador que estaba en ese campo de exterminio como podía estar fabricando Volkswagen o confeccionando los trajes de Hugo Boss de las SS y la Gestapo. No compren esa marca, por favor. Los que ponían la calavera de la muerte en esas elegantes gorras de plato grises o negras sabían bien lo que significaba: la muerte.

El crematorio. Una serie de hornos enormes en donde los cuerpos eran introducidos a destajo en jornadas agotadoras de sol a sol. Hacía un calor insoportable en el infierno mientras los sonderkomandos quemaban a los suyos, a sus hermanos, mujeres e hijos. A algún nazi cuando se sublevaron porque el bajón en la producción les hizo sospechar que pronto iban a morir. Se sobrevivía uno a costa de otro. Bajaban los muertos en vagonetas, en montacargas, se empujaban dentro de las llamas en plataformas con un embolo, a destajo. Se quemaban al aire libre cuando los hornos no daban abasto. Ceniza. Polvo eres.

Birkenau está a diez minutos de autobús de Auschwitz. Allí la muerte era industrial. Fue la ampliación de la fábrica. En días punta la producción de muertos fue de 40.000. ¡Qué espantosa eficacia alemana!

La hierba de Birkenau está verde. Los cientos de barracones de madera se alinean a la perfección en una explanada infinita. Algunos se visitan. Las letrinas. Un banco agujereado en donde los seres, desprovistos de dignidad, defecaban unos junto a otros ante verdugos que se burlaban de su animalidad. Los barracones en donde agonizaban los prisioneros se fabricaban para el ganado. El ganado vivía mejor. En cada uno de esos nichos de maderos dormían hasta cinco personas, pegados unos a otros, y encima de ellos cinco más, y cinco más, con veinte grados bajo cero, comida que era literalmente basura y jornadas extenuantes de diez horas. Morían. La mierda del de arriba caía al de abajo. Los padres mataban a sus hijos para robarles una hogaza de pan negro. Sobrevivir era infinitamente peor que morir. Los que sobrevivieron al Holocausto se suicidaron. Ya no eran de este mundo. Después de Auschwitz no existe dios. Ni persona humana.

En la explanada de hierba y muerte hay muchos jóvenes israelitas cubiertos por sudaderas blancas con la estrella de David que ondean sus banderas con orgullo. Los jóvenes que invaden Gaza y asesinan niños palestinos porque los palestinos no son los suyos, ya no son hombres, pueden matarlos sin sentir nada parecido a la piedad, el dolor o la vergüenza. Lo hacen porque pueden. Como pudieron hacerlo los nazis con ellos.

Las vías. Las famosas vías de los trenes que llevaban la materia prima desde toda Europa a la fábrica de la muerte y un vagón solitario que es un monumento a todos los vagones que transportaron mercancía humana en cuya puerta cerrada con cerrojo hay un ramo de flores. Vías muertas. Y esa puerta, la puerta del infierno, por donde entraban todos los trenes cargados de víctimas que salían convertidas en humo por las chimeneas de los hornos crematorios tras ese primer proceso de selección. Bajaban aterrorizados, golpeados, pasaban ante los perros rabiosos que eran más humanos en sus ladridos que sus amos que los amenazaban en la lengua de Goethe. Allí, en la explanada, se separaba a las familias, se decidía entre la muerte inmediata y la diferida. La puerta del infierno que se ha visto en tantas películas, documentales y que forma parte de la portada del libro que escribí sobre el Holocausto, El mal absoluto. Imaginé Auschwitz hace casi diez años y no erré en su descripción. Ya he estado aquí, me digo, hace 69 años, y fui verdugo y víctima.

La guía polaca se despide de todo el grupo. Auschwitz está para que la historia no se repita y todos somos responsables de Auschwitz.

Pero la historia se repite.

 

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