Edición 2º - Abril/Mayo de 2008

S.S. Benedicto XVI

Spe Salvi*

por Mario Soria


La segunda encíclica o carta circular (que tal es el sentido de “encíclica”) de Benedicto XVI se titula Spe salvi, tomando el nombre de la epístola paulina a los romanos: Spe enim salvi facti sumus (VIII, v. 24). Fechada el treinta de noviembre del año pasado. Usamos la traducción española, que han editado los paulinos.

No muy extenso, el documento: cincuenta párrafos. Dividido en dos partes y un apéndice: noción de la fe y la esperanza; aprendizaje de esta última, y papel egregio de la Virgen María en dicho aprendizaje, porque a María la considera el papa “estrella de la esperanza” (n. 49).

El estilo no tiene la solemnidad a que nos habían acostumbrado otros textos del género, por lo menos hasta Pablo VI incluido. En el caso que nos ocupa, es la exposición más argumentadora, tratando un poco de tú a tú las ideas divergentes o coincidentes, como, por otra parte, lo hacían sin ningún empacho los escolásticos medievales, incluido Santo Tomás de Aquino. Antes, estos escritos pontificios, sin ser ciertaménte definiciones ex cathedra, irreformables e inderogables, solían tener notorio tono de autoridad, formando por su continuidad y coincidencias lo que se llama doctrina católica, aunque siempre sujeta a aclaraciones, puntualizaciones y desarrollo. En el texto presente, sin perderse la autoridad, se disimula un tanto el acatamiento necesario, merced a la discusión de las tesis opuestas; pero al final no es menos cierta la necesidad de aceptar la verdad enseñada, la tesis definitiva. [ 1 ].

Estas cartas o circulares de alcance universal y, por lo tanto, la que nos ocupa, se determinan por textos anteriores y los desenvuelven. Para ello, lógicamente, han de apoyarse en precedentes. Por lo tanto, se han lanzado los escudriñadores de la encíclica a indagar en cuáles doctores eclesiásticos se apoya el pontífice; cuáles decisiones doctrinales respaldan sus asertos. Y cada uno ha querido arrimar el ascua a su sardina.


* Leído en la tertulia literaria de la escritora Julia Sáez de Angulo.

Los integristas, cuyo coco es el concilio vaticano segundo, han celebrado el silencio respecto de las disposiciones conciliares, como si para Rátzinger –afirman- no hubiera existido dicha asamblea. Otros han notado, satisfechos, que no menciona el papa ningún documento de sus predecesores en el trono pontificio, ninguna decisión conciliar, igual que si fuera esta encíclica proles sine matre creata, que diría Ovidio. En fin, los progresistas le encuentran al documento abundantes defectos. Deploran omisiones que tildan de reaccionarias, así como lamentan la clara mención de realidades o dogmas que el progresismo pretende negar o atenuar hasta volverlos insignificantes: v. gr., los relativos al Infierno, Purgatorio, Juicio Final, etc.

Hay que aclarar, pues, algunos aspectos de la carta.

II- Para ser significativa la ausencia o presencia de autores, textos y hechos en un escrito, se necesita mucho más que la mera mención u omisión, porque es imposible, evidentemente, citar todos los antecedentes de un asunto cualquiera, so pena de no poderse tratar de nada, salvo escribiendo inútiles enciclopedias o centones. De otra parte, hay que indagar si son o no sistemáticas las citas, si obedecen o no a ideas predeterminadas, lo mismo que el pasar por alto tales o cuales aspectos del tema. A mayor abundamiento, no debe el crítico limitarse a verificar el no hablarse palabra de enseñanzas anteriores, cuando resulta que están las mismas implícitas, puesto que nueve veces se refiere Benedicto al voluminoso catecismo promulgado por Juan Pablo II, donde se encuentran presentes los papas que aquí se echan de menos y donde pululan las referencias al concilio vaticano segundo.

Y respecto de los progresistas, que lamentan el recuerdo de ciertos dogmas y la extensa mención a la Virgen, porque lo uno contradice –según ellos- la nueva exégesis, y lo otro aparta aún más del catolicismo a los protestantes; en realidad piden peras al olmo, pretendiendo que reniegue la Iglesia de su enseñanza, o que por lo menos la calle hasta dejar que ciertas proposiciones litigiosas caigan virtualmente en desuso o prescriban, como en derecho, por no haber sido mentadas en tiempo oportuno. Y en cuanto se refiere al sufrimiento y la esperanza nacida del mismo, otra piedra donde tropiezan estos descontentos, después veremos que no han penetrado hasta la nuez.

III- Analiza el papa los conceptos de fe y de esperanza, y lo hace desde un peculiar punto de vista. Para aclarar nosotros este asunto, remitámonos a la definición tal como la hemos tradicionalmente conocido. Bástenos citar, uno o dos autores, para no repetirnos, porque todos los expertos más o menos coinciden, salvo puntos secundarios que no son de nuestra incumbencia. Así, el dominico francés Reginaldo Garrigou-Lagrange afirma ser la fe una virtud, fuerza o hábito sobrenatural merced al cual creemos en la verdad revelada por Dios, verdad que supera las fuerzas intelectuales del hombre y es acatada sólo por autoridad. En cuanto al acto de fe, es un asenso voluntario a dichas verdades [ 2 ]. Esta definición prácticamente repite la doctrina del concilio vaticano primero, el cual termina aduciendo el pasaje de la epístola a los Hebreos, a la cual también dará mucha importancia Benedicto: “Fe es substancia o fundamento de las cosas que se esperan y prueba de las que no vemos [ 3 ]. En cuanto a la esperanza, ésta es, según el sulpiciano Adolfo Tanquerey, “virtud teologal que nos hace desear a Dios como nuestro bien supremo, y esperar con firme confianza… la vida eterna” [ 4 ].

Sin embargo, no parece el pontífice seguir estas nociones consagradas, que son, en cierta forma, análisis y racionalización de expresiones bíblicas. Prefiere señalar la creencia y la confianza a modo de sentimientos o emociones; explanar desde el corazón los pasajes correspondientes de la Sagrada Escritura, y llegar a una lectura existencial de los mismos (n. 6). Sus afirmaciones se basan más que en la especulación teológica, en la reflexión exegética. Incluso relativiza, un poco derogatoriamente, la definición tomista de la fe, definición que es en substancia igual a la que mencionamos de Garrigou-Lagrange, Tanquerey y mil peritos más en la materia.

Por otra parte, la fe en las cosas que no se ven tiende a convertirse en certeza de obtenerlas y aun en tener una especie de anticipación de las mismas. Dice Benedicto: “La fe no es solamente tender de la persona hacia lo que ha de venir y que está todavía del todo ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada” (n. 7). Con lo cual parecería que casi bastara la fe para esperar y obtener la vida eterna; que no se distinguieran bien las dos virtudes entre sí. Acercándose de esta forma la afirmación peligrosamente a la fe fiducial luterana.

Además, estas reflexiones, propenden a concebir la revelación menos como conocimiento de verdades superiores a la razón, que como medio para ayudar a la condición humana, para transformar en cierto modo la deplorable condición humana, de modo que ayuden a soportar las tribulaciones y a sobreponerse a ellas. Y el papa se refiere a la seguridad incontrastable que obtuvieron mediante la fe y la esperanza los fieles perseguidos del siglo I. Y admitimos que, sin duda, fe y esperanza son poderosísimo respaldo en las contingencias de la vida; aunque no haya que reducirlas meramente a su utilidad práctica, desconociéndose o postergando las verdades contenidas en ellas, verdades referidas no sólo al hombre, sino a Dios mismo. Ambos aspectos, el pragmático y el intelectual, son complementarios, no adversarios.

Porque, así reducidas las dos virtudes teológicas y los actos correspondientes, diríase estar también todo el cristianismo reducido a no ser sino aquello que decía Bultmann: mensaje de salvación. Y ciertamente, nos salva el cristianismo, pero su contenido no es una salvación abstracta e indeterminada, ni un acto de fe salvífica, more lutherano, sino un complejo doctrinal, de cuyos postulados uno es la mentada salvación. Consiste el cristianismo en inteligencia y amor, abrazo comprensivo de la realidad íntegra.

IV- Para entender bien el pensamiento pontificio hay que situarse, a nuestro juicio, en dos situaciones concretas: la de los cristianos del siglo I y la de los cristianos de hogaño. Los primeros, perseguidos, encarcelados, diezmados a veces, atendían en ocasiones tanto o más que a la revelación de la verdad cristiana, a las promesas que esperaban ver realizadas en una existencia mejor que la cruel de aquí abajo. Pero el propio San Pablo, Apóstol de los Gentiles, predicador nato y difundidor del evangelio, y de cuya epístola a los romanos está tomado el título de esta encíclica; San Pablo –decimos- enseña a los mismos atribulados una serie de verdades dogmáticas, no prácticas en el sentido estrecho del término. Y esta enseñanza permite calificar al apóstol, misionero, predicador, también como el primer teólogo de la cristiandad, primero cronológica y cualitativamente hablando. Las epístolas paulinas no son sólo documentos salvíficos, sino pedagógicos, correspondientes a una comunidad permanente, no dirigidos exclusivamente a una agrupación efímera, aguardando la muerte, la salvación y la promesa realizada de vida eterna.

Y valga nuestra aclaración, porque Spe salvi cita innumerables veces al Apóstol de los Gentiles, presentándose la encíclica un poco a modo de interpretación de su doctrina.

Modernamente dase una situación similar. La Iglesia, el cristianismo, ha sufrido y sufre una serie de persecuciones y contradicciones que no parecen tener fin. Hace más de dos siglos empezó el acoso a una institución firmemente establecida hasta entonces, que subsistía casi incólume, no obstante contradicciones y herejías. Primero, la revolución francesa, el jacobinismo, el regalismo. Después, la revolución bolchevique; el comunismo ruso difundido a otros países, el nazismo. Ahora, la apostasía liberal, que en cualquier momento puede degenerar en persecución sangrienta de los fieles. Decía el filósofo chileno Juan Antonio Wídow: “El comunismo mata los cuerpos; el liberalismo, las almas”. Pero también el liberalismo, “el villano fetiche liberal”, como decía Pío XI, mata los cuerpos. Y quien no lo crea, piense en Hamburgo, en Dresde, en Hiroshima, en Nagasaki, en Vietnam, en Bagdad… Porque es innegable la vocación totalitaria de la democracia liberal, gracias a los medios de comunicación y la conformidad social vigente. Lo que hace ciento cincuenta años profetizaba Tocqueville, examinando la sociedad norteamericana de su tiempo, se realiza hoy en todo el ámbito que llamamos Occidente. Y en tal situación redescubren los cristianos el sentido soteriológico de la revelación, y se inclinan a volverlo exclusivo, relegando un poco otras verdades reveladas.

La situación actual de la Iglesia nos recuerda un poco al rollizo burgués del cuadro del expresionista alemán Jorge Grosz: Deutschland. Ein Wintermärchen. Sentado a una mesa bien abastecida el personaje y disponiéndose a comer, siente alarmado que tiembla el suelo, mientras se ven, al fondo de la escena, escombros y restos de iglesias, edificios, objetos de toda clase, por entre los cuales pasan una prostituta, un marinero espartaquista, un sepulturero.

Ciertamente, no son contradictorios el sentido utópico, profético, escatológico, y el sentido dogmático, a la vez discernidor, analítico de la revelación, especulativo y místico. Se complementan ambos y son ambos válidos, conforme a las situaciones concretas. No hay, pues, por qué anular uno a costa del otro.

Notemos, en fin, que la tesis de Benedicto es totalmente antropocéntrica, pragmática: se refiere casi exclusivamente a la salvación del hombre; en cambio, el aspecto intelectual de la revelación, gnóstico, toca sobre todo verdades referentes a Dios, y sólo por consecuencia tiene sentido soteriológico, utilitario.

V- Además, pensamos tener la interpretación del pontífice, fuera de una base teológica y exegética, también una filosófica. Y para ello ya estaba preparado el terreno.

Juan Pablo II había alabado a pensadores católicos que, según él, fueron capaces de sintetizar “la secularidad del mundo con las exigencias radicales del Evangelio” [ 5 ]. Y ensalza el pontífice polaco a los escritores que, aparte del tomismo y a veces contra él, realizan dicha síntesis: Antonio Rosmini, el cardenal Newman, Mauricio Blondel, detestados por los integristas. Y ensalza a Vladimiro Solóvief, gran converso llegado de la ortodoxia grecorrusa, pero discípulo de Schelling, Böhme, Swedenborg, y algunas de cuyas teorías sobre la Sabiduría divina han influido en el mayor pensador ruso del siglo último, el padre Sergio Bulgákof, no sin suscitar más de un reparo. Ha pasado, pues, la monarquía tomista absoluta, supuesto que alguna vez haya existido [ 6 ].

También Benedicto menciona autores profanos, igual que Juan Pablo II y siguiendo quizás una práctica que empezó, si no nos equivocamos, Pablo VI, nombrando expresamente a Maritain. Pero el papa Rátzinger se enfrenta, además, cuerpo a cuerpo con los autores citados, combatiendo sus ideas: Francisco Bacon, Kant, Engels, Marx y los filósofos de la escuela de Fráncfort. No obstante, tal enfrentarse, al menos por lo que al marxismo se refiere, no es absoluto, pues algunas tesis del mismo parecen haberse deslizado en la encíclica.

VI- ¿Y cuál es esa relación apuntada entre el documento y el marxismo? En primer lugar, resulta curioso leer la alabanza pontíficia de Carlos Marx o de su estilo y examen de la situación social: “Con vigor de lenguaje y pensamiento”, “con gran capacidad analítica”, ilustra el de Tréveris, según Benedicto, “los caminos hacia la revolución” (n. 20). Tampoco le falta a Engels su elogio por describir vívidamente “las terribles condiciones de vida” en que se hallaba el proletariado inglés (ídem). Claro está que distinguen los elogios entre el método indagador y el fundamento de la filosofía examinada, la cual –afirma Rátzinger- ha inducido a olvidarse de la libertad del hombre y la verdad, dejando tras de sí “una destrucción desoladora” (ídem).

Pero esta diferencia entre el método analítico del marxismo, acertado a veces y útil, y el núcleo doctrinal, deletéreo, la establecieron ciertos teólogos revolucionarios, como el jesuita Ignacio Ellacuría y sus compañeros asesinados, como sabéis, por sicarios norteamericanos, o sicarios salvadoreños a sueldo de los yanquis, tanto monta, monta tanto [ 7 ]. Por su parte, otro teólogo, peruano éste, Gustavo Gutiérrez, considerado uno de los fundadores de la teología de la liberación, sostiene, no en desacuerdo con Rátzinger, estar la teología contemporánea en “insoslayable y fecunda confrontación con el marxismo” [ 8 ].

Pero también se encuentra por otro camino presente el marxismo en la encíclica. Es el camino de la teología escatológica, de cuyas ideas parece tributario Benedicto XVI.

VII- La interpretación de San Pablo (en verdad, extendida a todo el cristianismo sin excepción), fundada en los estados últimos de la existencia humana, estados que llaman los teólogos “novísimos”, procede principalmente, a nuestro juicio, de dos pensadores germanos: Juan Bautista Metz y Jürgen Moltmann.

El primero de dichos escritores presenta su concepto de la revelación cristiana como memoria passionis o revisión de la historia, no a modo de gesta darwinista de los vencedores, sino como relato de injusticias pasadas. Esta idea de la historia vista a la luz de la iniquidad y el natural deseo de reparar los desafueros cometidos, por lo menos en lo que al futuro respecta, convierte la religión en teología política, en credo de los desheredados.

En cuanto a Moltmann, combatiente de la guerra mundial segunda, testigo de las atrocidades nazis en Polonia y en la propia Alemania, y de las atrocidades anglosajonas también en Alemania, se plantea la célebre pregunta: “¿Cómo hablar de Dios después de Auschwitz?” Pregunta que cabría extender indefinidamente con interrogaciones similares: ¿Y después del Gulag, de Dresde, de dos millones de vietnamitas muertos a manos de los yanquis, de Guantánamo, de las cárceles secretas de la C. I. A., del genocidio guatemalteco…?

Comienza la obra de Moltmann con el libro Teología de la esperanza y sigue con varios otros. Según los mismos, es exclusiva tarea de la Iglesia la misión mesiánica, la actividad misionera para instituir la condición humana restaurada: justicia, verdad, fraternidad, conservación de la naturaleza, amistad, paz… Ahora bien: este principio utópico o escatológico, este propugnado fin no de la historia, sino de esta historia perversa, lo deriva el teólogo de uno de los más conocidos marxistas alemanes: Ernesto Bloch, y de su libro El principio esperanza, (Das Prinzip Hoffnung, 1954-1959), donde el materialismo dialéctico original se ha transformado en aspiración, en anhelo de esa justicia universal que traerá la revolución marxista, no se sabe bien cuándo.

Por otra parte, esta conexión ideológica no se le escapa a Rátzinger, como se comprueba en su libro Jesús de Nazaret, pag. 80 de la versión castellana. Si bien puede uno figurarse que cuanto reprueba el catedrático apologista en dicho lugar, tácitamente lo acepta el pontífice en su encíclica.

VIII- En la parte segunda de la carta se establecen los “lugares” donde se aprende y ejercita la esperanza, (ns. 35 ss.). Antes, hablaban los peritos de loci theologici, fundamento de las verdades reveladas o principio de donde se deducían las mismas. Ahora conforman tales lugares una especie de ascesis universal, de purificación de lo pasado, lo presente y lo futuro. Porque, llevado de un profundo pesimismo histórico, de ninguna manera exagerado, y salvas la encarnación del Verbo y la filantropía cristiana, prácticamente no ve Rátzinger en la historia sino dolor e injusticia, casi igual que los teólogos citados, casi igual que el personaje de Shakespeare: (La historia), “cuento relatado por un idiota, lleno de estrépito y furia, y que nada significa” [ 9 ].

“El sufrimiento –escribe el pontífice- forma parte de la existencia humana, derivado de nuestra propia finitud y de la gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia… Es cierto que debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos… Viendo el desarrollo de la historia, tal como se manifiesta externamente, el poder de la culpa permanece como una presencia terrible, incluso para el futuro” (n. 36). Ciertamente, son eficaces la revelación y la acción cristianas, “la gran esperanza-certeza de estar mi vida personal y la historia en su conjunto custodiadas por el poder indestructible del Amor” (n. 35). Pero, como es imposible suprimir el dolor, sirviendo el progreso muchas veces para todo lo contrario, nos encontramos en las antípodas de la filosofía hegeliana de la historia. Y, bajando muchísimos peldaños, tambien al lado opuesto de las predicciones de Francisco Fukuyama, pobre necio.

Esta teoría demoledora, emparentada no sólo con los teólogos citados, sus discípulos, teóricos como Gustavo Gutiérrez, Adorno, Horkheimer, también está influida por San Agustín, citado al menos nueve veces en el documento. Y también resuena en él –creemos- el eco de José de Maistre y de Schopenhauer. Y de las palabras con que calificó Ernesto Jünger al siglo XX: “El más cruel de la historia”.

En este punto, con sentidas palabras, exhorta el pontífice a la caridad, al amor para con todo el género humano. Tal acción desemboca en la compasión, el sufrir junto con los demás sufrientes. La ayuda al desgraciado, la compasión para con él son deberes del individuo y la sociedad. Dice el papa: “Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compensado y llevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana” (n. 38). Y señalemos de paso que son estas ideas esencialmente las mismas del nuevo prepósito general de la Compañía de Jesús, padre Adolfo Nicolás, tal como se deduce del discurso de aquél, acto de posesión.

IX- Además, la “injusticia de la historia” (n. 43) tiene que ser reparada, o sea que desemboca la historia necesariamente en un Juicio Final (n. 44). Adviértase la transformación de la esperanza marxista en un acontecimiento a la vez intramundano y metacronológico. De otro lado, no va el documento tan lejos como los teólogos políticos, que parecen transformar la esperanza y la acción cristianas en actividad reformadora o revolucionaria, mera práctica torrena. Y esto es lo que le reprochan a Benedicto progresistas como Juan José Tamayo, aunque tomando el rábano por las hojas, sin advertir el substrato de la carta, donde en realidad se glorifica a quienes luchan por los pobres y desgraciados del mundo. Porque no se limita Benedicto a deplorar las aflicciones, ni mucho menos recomienda paciencia; habla de “verdad” y “justicia” que “han de estar por encima de mi comodidad e incolumidad física”, porque “de otro modo mi propia vida se convierte en mentira” (n. 38). Esta aserción, y otra parecida: “Sufrir por amor de la verdad y la justicia” (n. 39) tienen una virtualidad que no logran discernir los miopes. En ellas y, en general, en toda esta parte de la encíclica, late una doctrina que canoniza la obra de monseñor Oscar Romero y de tantos otros religiosos y laicos en Iberoamérica.

X- Aparte de patrocinar la caridad universal, como intrínsecamente opuesta a la civilización burguesa y liberal, desautoriza el papa el culto a los llamados philosophes del siglo XVIII, corifeos del racionalismo iluminista galo. Y condena igualmente un acontecimiento que fue en gran parte cuna de la sociedad y el estado liberales: la revolución francesa.

Resume el pontífice las desastrosas consecuencias de la última. Y para buscar la raíz de la misma, refiérese primero a Bacon y sus sueños de renovación y progreso del género humano mediante la ciencia, y después menciona la palinodia de Kant, entusiasta al principio de la insurrección, pero muy poco después desengañado (ns. 17 ss.), como tantísimos otros ingenios de la época: Schelling y Hegel, por ejemplo. Cierto que para esas consideraciones no necesitó José Rátzinger recurrir a ningún teólogo ni a teología especial alguna: bastábale el testimonio de los historiadores y su propia información. La subversión empezó en 1789, proclamando los derechos del hombre y del ciudadano. Apenas un año más tarde, expolió todos los bienes eclesiásticos, provocando además un cisma. A los tres años escasos ya había derrocado la monarquía e iniciado gigantescas matanzas de opositores al régimen: clases sociales sin distinción de individuos, habitantes de provincias enteras, como la Vandé; profesiones a cuyos miembros se acusaba sin excepción de los peores crímenes. Carnicería legal desde septiembre de 1792 hasta el nueve de termidor del año 94. Se empeñó, doblando la guerra civil y para difundir su ideología, en guerras revolucionarias internacionales, prolongadas por la política imperialista de Bonaparte, ensangrentado así a Europa durante un cuarto de siglo y sellando la definitiva decadencia de la Francia derrotada en 1814.

No menos combate el papa –acabamos de decirlo- la equivocación radical de Francisco Bacon, uno de los pensadores europeos más superficiales: substituir prácticamente la salvación religiosa, cristiana, por el progreso científico. Este, de innegable efecto benéfico en numerosísimos campos, es, sin embargo, bifaz: cabe la enorme utilidad aportada por el progreso de las ciencias naturales, están las consecuencias perversas del mismo. Gracias a él ha aumentado la longevidad, por ejemplo, pero también han aparecido y se han multiplicado armas militares letales como nunca se había visto antes. La habilidad para curar es también habilidad para matar (n. 22).

XI- Otro aspecto que cabe poner de relieve en la encíclica, es la insistencia en considerar la esperanza cristiana y, por ende, la salvación, no tanto desde el punto de vista individual, sino social. Cita Benedicto para reforzar su tesis un hermoso estudio del padre de Lubac (ns. 13 s.); aporta textos sagrados, tan abundantes en la carta, y se apoya en San Agustín, escritor en cuyo pensamiento tánto lugar tiene el pecado original, junto a la culpa personal. Claro está que, aparte de soportes externos, el mismo curso de las ideas lleva al pontífice a recalcar lo colectivo a expensas de lo individual.

Consiguientemente, apenas se mencionan la transgresión y la injusticia como pecado o violación de la ley por el libre arbitrio individual. Y sólo muy de paso se menciona la justificación personal y para nada se señala la causa de tal justificación: la gracia, sea actual, sea habitual. Tampoco se habla de la caída adámica ni de maldades, vicios, delitos que no repercutan en la colectividad. La culpa parece tener exclusivamente efecto dañino social. En ausencia de la idea o del término “pecado”, habla el texto de sufrimiento. El adelanto espiritual entraña, más que el arrepentimiento, superar el dolor, encontrando en él “un sentido, un camino de purificación y maduración, camino de esperanza” (n. 38). Ni siquiera se habla del pecado colectivo, “estructura de pecado”, como lo hacía Juan Pablo II, no lejos de los teólogos iberoamericanos [ 10 ].

Esta insistencia en lo comunitario tiene varias consecuencias.

En primer término, hacer resaltar el Juicio Final. Los novísimos personales de antes parecen ceder el sitio al gran acontecimiento jurídico donde son protagonistas el Juez supremo y reo la humanidad entera. No obstante, habla el papa del Infierno, estado de “personas en las cuales todo se ha convertido en mentira”, delincuentes irrecastables, destrucción “irrevocable” del bien (.45). O se refiere a “personas purísimas” (ídem). Y a hombres cuya “suciedad” acumulada durante toda la vida no les impide, sin embargo, aspirar al bien. Encontramos, pues, los tres destinos tradicionales: Cielo, Purgatorio e Infierno, pero con un sesgo marcadamente colectivo, tanto que a veces entenderíamos que sólo tras el Juicio Final se determine el destino ultraterreno de cada ser humano. Siendo, además, de notar que no menciona Benedicto la resurrección de los muertos, etapa previa al gran proceso último. Diríase que presente ante el juez estuviese una humanidad cuyos miembros nunca hubiesen muerto, sino que, arrastrados por la historia, llegaron hasta el tribunal supremo para ser absueltos o condenados. Más que personas aisladas, multitud doliente, deseosa de justicia, ofendida, humillada, dañada, dañina, acusada y acusadora. El juicio final no considera la condición previa de los procesados, si eran ya bienaventurados o precitos. Lección que nos parece totalmente desechable, por otra parte, pues significaría caer en la herejía de Juan XXII.

En segundo lugar, esta visión teológica concibe el fin de la encarnación no tanto para revelar íntegramente la gloria divina en la creación, como lo afirman los escotistas; ni tampoco fundamentalmente para reparar el pecado original y los personales de la humanidad, restableciendo así la justicia violada por nuestras culpas. El fin casi exclusivo de la humanación del Verbo es manifestar el amor de Dios al hombre (ns. 26 s.). Cierto que este elemento o causa de la venida de Cristo no se halla, de ninguna manera, ausente de otros sistemas teológicos; pero en el de Benedicto creemos tener lugar predominante, hasta el extremo de postergar un poco otros fines de la encarnación.

En tercer lugar, el restablecimiento universal de la justicia, violada innumerables veces a lo largo de la historia. Astrea redux. La importancia de la justicia es tan trascendental para Benedicto, que su cumplimiento resulta “el argumento más fuerte a favor de la fe en la vida eterna” (n. 43), es decir, en la inmortalidad. Y así nos damos de bruces con Kant, no con el apologista arrepentido de la revolución francesa, sino con el autor de la Crítica de la razón práctica. Además, la restauración de la justicia sigue siendo ambigua, por los antecedentes y anotados, pudiendo interpretarse según muchas alternativas, siempre de acuerdo con la piedra angular: escatológica, utópica, liberadora, redentora de todo dolor material o espiritual.

XII- Y por lo que se refiere a la última sección de la carta, “María, estrella de la esperanza” (ns. 49 s.), son sumamente significativos los elogios a la Virgen, la mención de hallarse ella presente siempre en los más importantes acontecimientos eclesiales, e implícitamente el hacer de María mediadora de todas las gracias y corredentora, siguiendo una tradición remontada, como mínimo, a la edad media, cuando las cruces procesionales mostraban en el anverso a Cristo crucificado, y al reverso a su Madre. O como el Descendimiento de Cristo, de Rogelio van der Weyden, donde la Virgen desfallecida imita la postura del cuerpo desmadejado y brazos extendidos en cruz del Hijo. Vale decir, ideas antitéticas al protestantismo.

Además, al referirse la carta al anuncio de la encarnación, por boca del ángel Gabriel; a la visita de María a su prima Isabel, y a otros sucesos que narra el evangelio de San Lucas, se reivindica calladamente la historicidad de textos repetidamente calificados por el neomodernismo de mitológicos. Y así encontramos de nuevo al teólogo Rátzinger de Jesús de Nazaret, en la encíclica de Benedicto XVI, ahora no ya como doctor privado, Herr Professor, sino como doctor universal de la Iglesia, Summus Pontifex, el cual entra en liza de nuevo contra la herejía modernista resucitada.

En suma, profundo y hermoso documento, del que espero haberos dado alguna idea.

¡ Gracias !


NOTAS

( 1 ) Un excelente resumen de la autoridad docente contenida en las encíclicas lo da el benedictino de Solesmes dom Paul Nau en su tratadíto Une source doctinale: les encycliques. (París, 1952).

( 2 ) De revelatione, pags. 232 s. Roma, 1925.

( 3 ) Hebr., XI, 1.

( 4 ) Síntesis de teología ascética y mística, n. 671. París, 1936.

( 5 ) Encic. Fides et ratio, n. 43. La frase es de Pablo VI, pero la hace suya Woytila.

( 6 ) Cf. Código de derecho canónico, n. 252, donde se recomienda para el estudio teológico principalmente a Santo Tomás, Sancto Thoma praesertim magistro. Magisterio de ninguna manera excluyente, como también se desprende del decreto Optatam totius, del concilio vaticano segundo, n. 15. Véanse, igualmente, discurso de Pío XII, de veinticuatro de junio de 1939, a los seminaristas, y de Pablo VI a la universidad Gregoriana, de doce de marzo de 1964, en notas a dicho decreto.

( 7 ) José Sols, S. J.: El legado de Ignacio Ellacuría, pags. 24 ss. Barcelona, 1998.

( 8 ) Gutiérrez: Teología de la liberación, pag. 65. Salamanca, 2004.

( 9 ) Macbeth, acto V, esc. 5.

( 10 ) Encic. Sollicitudo rei socialis, n. 36.


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