Edición 2º - Abril/Mayo de 2008
Spe Salvi*
por Mario Soria
La segunda encíclica o carta circular (que tal es el sentido de
“encíclica”) de Benedicto XVI se titula Spe salvi, tomando el nombre de
la epístola paulina a los romanos: Spe enim salvi facti sumus (VIII, v.
24). Fechada el treinta de noviembre del año pasado. Usamos la
traducción española, que han editado los paulinos.
No muy extenso, el documento: cincuenta párrafos. Dividido en dos
partes y un apéndice: noción de la fe y la esperanza; aprendizaje de
esta última, y papel egregio de la Virgen María en dicho aprendizaje,
porque a María la considera el papa “estrella de la esperanza” (n. 49).
El estilo no tiene la solemnidad a que nos habían acostumbrado otros
textos del género, por lo menos hasta Pablo VI incluido. En el caso que
nos ocupa, es la exposición más argumentadora, tratando un poco de tú a
tú las ideas divergentes o coincidentes, como, por otra parte, lo
hacían sin ningún empacho los escolásticos medievales, incluido Santo
Tomás de Aquino. Antes, estos escritos pontificios, sin ser ciertaménte
definiciones ex cathedra, irreformables e inderogables, solían tener
notorio tono de autoridad, formando por su continuidad y coincidencias
lo que se llama doctrina católica, aunque siempre sujeta a
aclaraciones, puntualizaciones y desarrollo. En el texto presente, sin
perderse la autoridad, se disimula un tanto el acatamiento necesario,
merced a la discusión de las tesis opuestas; pero al final no es menos
cierta la necesidad de aceptar la verdad enseñada, la tesis definitiva.
[ 1 ].
Estas cartas o circulares de alcance universal y, por lo tanto, la que
nos ocupa, se determinan por textos anteriores y los desenvuelven. Para
ello, lógicamente, han de apoyarse en precedentes. Por lo tanto, se han
lanzado los escudriñadores de la encíclica a indagar en cuáles doctores
eclesiásticos se apoya el pontífice; cuáles decisiones doctrinales
respaldan sus asertos. Y cada uno ha querido arrimar el ascua a su
sardina.
* Leído en la tertulia literaria de la escritora Julia Sáez de Angulo.
Los integristas, cuyo coco es el concilio vaticano segundo, han
celebrado el silencio respecto de las disposiciones conciliares, como
si para Rátzinger –afirman- no hubiera existido dicha asamblea. Otros
han notado, satisfechos, que no menciona el papa ningún documento de
sus predecesores en el trono pontificio, ninguna decisión conciliar,
igual que si fuera esta encíclica proles sine matre creata, que diría
Ovidio. En fin, los progresistas le encuentran al documento abundantes
defectos. Deploran omisiones que tildan de reaccionarias, así como
lamentan la clara mención de realidades o dogmas que el progresismo
pretende negar o atenuar hasta volverlos insignificantes: v. gr., los
relativos al Infierno, Purgatorio, Juicio Final, etc.
Hay que aclarar, pues, algunos aspectos de la carta.
II- Para ser significativa la ausencia o presencia de autores, textos y
hechos en un escrito, se necesita mucho más que la mera mención u
omisión, porque es imposible, evidentemente, citar todos los
antecedentes de un asunto cualquiera, so pena de no poderse tratar de
nada, salvo escribiendo inútiles enciclopedias o centones. De otra
parte, hay que indagar si son o no sistemáticas las citas, si obedecen
o no a ideas predeterminadas, lo mismo que el pasar por alto tales o
cuales aspectos del tema. A mayor abundamiento, no debe el crítico
limitarse a verificar el no hablarse palabra de enseñanzas anteriores,
cuando resulta que están las mismas implícitas, puesto que nueve veces
se refiere Benedicto al voluminoso catecismo promulgado por Juan Pablo
II, donde se encuentran presentes los papas que aquí se echan de menos
y donde pululan las referencias al concilio vaticano segundo.
Y respecto de los progresistas, que lamentan el recuerdo de ciertos
dogmas y la extensa mención a la Virgen, porque lo uno contradice
–según ellos- la nueva exégesis, y lo otro aparta aún más del
catolicismo a los protestantes; en realidad piden peras al olmo,
pretendiendo que reniegue la Iglesia de su enseñanza, o que por lo
menos la calle hasta dejar que ciertas proposiciones litigiosas caigan
virtualmente en desuso o prescriban, como en derecho, por no haber sido
mentadas en tiempo oportuno. Y en cuanto se refiere al sufrimiento y la
esperanza nacida del mismo, otra piedra donde tropiezan estos
descontentos, después veremos que no han penetrado hasta la nuez.
III- Analiza el papa los conceptos de fe y de esperanza, y lo hace
desde un peculiar punto de vista. Para aclarar nosotros este asunto,
remitámonos a la definición tal como la hemos tradicionalmente
conocido. Bástenos citar, uno o dos autores, para no repetirnos, porque
todos los expertos más o menos coinciden, salvo puntos secundarios que
no son de nuestra incumbencia. Así, el dominico francés Reginaldo
Garrigou-Lagrange afirma ser la fe una virtud, fuerza o hábito
sobrenatural merced al cual creemos en la verdad revelada por Dios,
verdad que supera las fuerzas intelectuales del hombre y es acatada
sólo por autoridad. En cuanto al acto de fe, es un asenso voluntario a
dichas verdades [ 2 ]. Esta definición prácticamente repite la doctrina
del concilio vaticano primero, el cual termina aduciendo el pasaje de
la epístola a los Hebreos, a la cual también dará mucha importancia
Benedicto: “Fe es substancia o fundamento de las cosas que se esperan y
prueba de las que no vemos [ 3 ]. En cuanto a la esperanza, ésta es,
según el sulpiciano Adolfo Tanquerey, “virtud teologal que nos hace
desear a Dios como nuestro bien supremo, y esperar con firme confianza…
la vida eterna” [ 4 ].
Sin embargo, no parece el pontífice seguir estas nociones consagradas,
que son, en cierta forma, análisis y racionalización de expresiones
bíblicas. Prefiere señalar la creencia y la confianza a modo de
sentimientos o emociones; explanar desde el corazón los pasajes
correspondientes de la Sagrada Escritura, y llegar a una lectura
existencial de los mismos (n. 6). Sus afirmaciones se basan más que en
la especulación teológica, en la reflexión exegética. Incluso
relativiza, un poco derogatoriamente, la definición tomista de la fe,
definición que es en substancia igual a la que mencionamos de
Garrigou-Lagrange, Tanquerey y mil peritos más en la materia.
Por otra parte, la fe en las cosas que no se ven tiende a convertirse
en certeza de obtenerlas y aun en tener una especie de anticipación de
las mismas. Dice Benedicto: “La fe no es solamente tender de la persona
hacia lo que ha de venir y que está todavía del todo ausente; la fe nos
da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada” (n. 7). Con lo
cual parecería que casi bastara la fe para esperar y obtener la vida
eterna; que no se distinguieran bien las dos virtudes entre sí.
Acercándose de esta forma la afirmación peligrosamente a la fe fiducial
luterana.
Además, estas reflexiones, propenden a concebir la revelación menos
como conocimiento de verdades superiores a la razón, que como medio
para ayudar a la condición humana, para transformar en cierto modo la
deplorable condición humana, de modo que ayuden a soportar las
tribulaciones y a sobreponerse a ellas. Y el papa se refiere a la
seguridad incontrastable que obtuvieron mediante la fe y la esperanza
los fieles perseguidos del siglo I. Y admitimos que, sin duda, fe y
esperanza son poderosísimo respaldo en las contingencias de la vida;
aunque no haya que reducirlas meramente a su utilidad práctica,
desconociéndose o postergando las verdades contenidas en ellas,
verdades referidas no sólo al hombre, sino a Dios mismo. Ambos
aspectos, el pragmático y el intelectual, son complementarios, no
adversarios.
Porque, así reducidas las dos virtudes teológicas y los actos
correspondientes, diríase estar también todo el cristianismo reducido a
no ser sino aquello que decía Bultmann: mensaje de salvación. Y
ciertamente, nos salva el cristianismo, pero su contenido no es una
salvación abstracta e indeterminada, ni un acto de fe salvífica, more
lutherano, sino un complejo doctrinal, de cuyos postulados uno es la
mentada salvación. Consiste el cristianismo en inteligencia y amor,
abrazo comprensivo de la realidad íntegra.
IV- Para entender bien el pensamiento pontificio hay que situarse, a
nuestro juicio, en dos situaciones concretas: la de los cristianos del
siglo I y la de los cristianos de hogaño. Los primeros, perseguidos,
encarcelados, diezmados a veces, atendían en ocasiones tanto o más que
a la revelación de la verdad cristiana, a las promesas que esperaban
ver realizadas en una existencia mejor que la cruel de aquí abajo. Pero
el propio San Pablo, Apóstol de los Gentiles, predicador nato y
difundidor del evangelio, y de cuya epístola a los romanos está tomado
el título de esta encíclica; San Pablo –decimos- enseña a los mismos
atribulados una serie de verdades dogmáticas, no prácticas en el
sentido estrecho del término. Y esta enseñanza permite calificar al
apóstol, misionero, predicador, también como el primer teólogo de la
cristiandad, primero cronológica y cualitativamente hablando. Las
epístolas paulinas no son sólo documentos salvíficos, sino pedagógicos,
correspondientes a una comunidad permanente, no dirigidos
exclusivamente a una agrupación efímera, aguardando la muerte, la
salvación y la promesa realizada de vida eterna.
Y valga nuestra aclaración, porque Spe salvi cita innumerables veces al
Apóstol de los Gentiles, presentándose la encíclica un poco a modo de
interpretación de su doctrina.
Modernamente dase una situación similar. La Iglesia, el cristianismo,
ha sufrido y sufre una serie de persecuciones y contradicciones que no
parecen tener fin. Hace más de dos siglos empezó el acoso a una
institución firmemente establecida hasta entonces, que subsistía casi
incólume, no obstante contradicciones y herejías. Primero, la
revolución francesa, el jacobinismo, el regalismo. Después, la
revolución bolchevique; el comunismo ruso difundido a otros países, el
nazismo. Ahora, la apostasía liberal, que en cualquier momento puede
degenerar en persecución sangrienta de los fieles. Decía el filósofo
chileno Juan Antonio Wídow: “El comunismo mata los cuerpos; el
liberalismo, las almas”. Pero también el liberalismo, “el villano
fetiche liberal”, como decía Pío XI, mata los cuerpos. Y quien no lo
crea, piense en Hamburgo, en Dresde, en Hiroshima, en Nagasaki, en
Vietnam, en Bagdad… Porque es innegable la vocación totalitaria de la
democracia liberal, gracias a los medios de comunicación y la
conformidad social vigente. Lo que hace ciento cincuenta años
profetizaba Tocqueville, examinando la sociedad norteamericana de su
tiempo, se realiza hoy en todo el ámbito que llamamos Occidente. Y en
tal situación redescubren los cristianos el sentido soteriológico de la
revelación, y se inclinan a volverlo exclusivo, relegando un poco otras
verdades reveladas.
La situación actual de la Iglesia nos recuerda un poco al rollizo
burgués del cuadro del expresionista alemán Jorge Grosz: Deutschland.
Ein Wintermärchen. Sentado a una mesa bien abastecida el personaje y
disponiéndose a comer, siente alarmado que tiembla el suelo, mientras
se ven, al fondo de la escena, escombros y restos de iglesias,
edificios, objetos de toda clase, por entre los cuales pasan una
prostituta, un marinero espartaquista, un sepulturero.
Ciertamente, no son contradictorios el sentido utópico, profético,
escatológico, y el sentido dogmático, a la vez discernidor, analítico
de la revelación, especulativo y místico. Se complementan ambos y son
ambos válidos, conforme a las situaciones concretas. No hay, pues, por
qué anular uno a costa del otro.
Notemos, en fin, que la tesis de Benedicto es totalmente
antropocéntrica, pragmática: se refiere casi exclusivamente a la
salvación del hombre; en cambio, el aspecto intelectual de la
revelación, gnóstico, toca sobre todo verdades referentes a Dios, y
sólo por consecuencia tiene sentido soteriológico, utilitario.
V- Además, pensamos tener la interpretación del pontífice, fuera de una
base teológica y exegética, también una filosófica. Y para ello ya
estaba preparado el terreno.
Juan Pablo II había alabado a pensadores católicos que, según él,
fueron capaces de sintetizar “la secularidad del mundo con las
exigencias radicales del Evangelio” [ 5 ]. Y ensalza el pontífice
polaco a los escritores que, aparte del tomismo y a veces contra él,
realizan dicha síntesis: Antonio Rosmini, el cardenal Newman, Mauricio
Blondel, detestados por los integristas. Y ensalza a Vladimiro
Solóvief, gran converso llegado de la ortodoxia grecorrusa, pero
discípulo de Schelling, Böhme, Swedenborg, y algunas de cuyas teorías
sobre la Sabiduría divina han influido en el mayor pensador ruso del
siglo último, el padre Sergio Bulgákof, no sin suscitar más de un
reparo. Ha pasado, pues, la monarquía tomista absoluta, supuesto que
alguna vez haya existido [ 6 ].
También Benedicto menciona autores profanos, igual que Juan Pablo II y
siguiendo quizás una práctica que empezó, si no nos equivocamos, Pablo
VI, nombrando expresamente a Maritain. Pero el papa Rátzinger se
enfrenta, además, cuerpo a cuerpo con los autores citados, combatiendo
sus ideas: Francisco Bacon, Kant, Engels, Marx y los filósofos de la
escuela de Fráncfort. No obstante, tal enfrentarse, al menos por lo que
al marxismo se refiere, no es absoluto, pues algunas tesis del mismo
parecen haberse deslizado en la encíclica.
VI- ¿Y cuál es esa relación apuntada entre el documento y el marxismo?
En primer lugar, resulta curioso leer la alabanza pontíficia de Carlos
Marx o de su estilo y examen de la situación social: “Con vigor de
lenguaje y pensamiento”, “con gran capacidad analítica”, ilustra el de
Tréveris, según Benedicto, “los caminos hacia la revolución” (n. 20).
Tampoco le falta a Engels su elogio por describir vívidamente “las
terribles condiciones de vida” en que se hallaba el proletariado inglés
(ídem). Claro está que distinguen los elogios entre el método indagador
y el fundamento de la filosofía examinada, la cual –afirma Rátzinger-
ha inducido a olvidarse de la libertad del hombre y la verdad, dejando
tras de sí “una destrucción desoladora” (ídem).
Pero esta diferencia entre el método analítico del marxismo, acertado a
veces y útil, y el núcleo doctrinal, deletéreo, la establecieron
ciertos teólogos revolucionarios, como el jesuita Ignacio Ellacuría y
sus compañeros asesinados, como sabéis, por sicarios norteamericanos, o
sicarios salvadoreños a sueldo de los yanquis, tanto monta, monta tanto
[ 7 ]. Por su parte, otro teólogo, peruano éste, Gustavo Gutiérrez,
considerado uno de los fundadores de la teología de la liberación,
sostiene, no en desacuerdo con Rátzinger, estar la teología
contemporánea en “insoslayable y fecunda confrontación con el marxismo”
[ 8 ].
Pero también se encuentra por otro camino presente el marxismo en la
encíclica. Es el camino de la teología escatológica, de cuyas ideas
parece tributario Benedicto XVI.
VII- La interpretación de San Pablo (en verdad, extendida a todo el
cristianismo sin excepción), fundada en los estados últimos de la
existencia humana, estados que llaman los teólogos “novísimos”, procede
principalmente, a nuestro juicio, de dos pensadores germanos: Juan
Bautista Metz y Jürgen Moltmann.
El primero de dichos escritores presenta su concepto de la revelación
cristiana como memoria passionis o revisión de la historia, no a modo
de gesta darwinista de los vencedores, sino como relato de injusticias
pasadas. Esta idea de la historia vista a la luz de la iniquidad y el
natural deseo de reparar los desafueros cometidos, por lo menos en lo
que al futuro respecta, convierte la religión en teología política, en
credo de los desheredados.
En cuanto a Moltmann, combatiente de la guerra mundial segunda, testigo
de las atrocidades nazis en Polonia y en la propia Alemania, y de las
atrocidades anglosajonas también en Alemania, se plantea la célebre
pregunta: “¿Cómo hablar de Dios después de Auschwitz?” Pregunta que
cabría extender indefinidamente con interrogaciones similares: ¿Y
después del Gulag, de Dresde, de dos millones de vietnamitas muertos a
manos de los yanquis, de Guantánamo, de las cárceles secretas de la C.
I. A., del genocidio guatemalteco…?
Comienza la obra de Moltmann con el libro Teología de la esperanza y
sigue con varios otros. Según los mismos, es exclusiva tarea de la
Iglesia la misión mesiánica, la actividad misionera para instituir la
condición humana restaurada: justicia, verdad, fraternidad,
conservación de la naturaleza, amistad, paz… Ahora bien: este principio
utópico o escatológico, este propugnado fin no de la historia, sino de
esta historia perversa, lo deriva el teólogo de uno de los más
conocidos marxistas alemanes: Ernesto Bloch, y de su libro El principio
esperanza, (Das Prinzip Hoffnung, 1954-1959), donde el materialismo
dialéctico original se ha transformado en aspiración, en anhelo de esa
justicia universal que traerá la revolución marxista, no se sabe bien
cuándo.
Por otra parte, esta conexión ideológica no se le escapa a Rátzinger,
como se comprueba en su libro Jesús de Nazaret, pag. 80 de la versión
castellana. Si bien puede uno figurarse que cuanto reprueba el
catedrático apologista en dicho lugar, tácitamente lo acepta el
pontífice en su encíclica.
VIII- En la parte segunda de la carta se establecen los “lugares” donde
se aprende y ejercita la esperanza, (ns. 35 ss.). Antes, hablaban los
peritos de loci theologici, fundamento de las verdades reveladas o
principio de donde se deducían las mismas. Ahora conforman tales
lugares una especie de ascesis universal, de purificación de lo pasado,
lo presente y lo futuro. Porque, llevado de un profundo pesimismo
histórico, de ninguna manera exagerado, y salvas la encarnación del
Verbo y la filantropía cristiana, prácticamente no ve Rátzinger en la
historia sino dolor e injusticia, casi igual que los teólogos citados,
casi igual que el personaje de Shakespeare: (La historia), “cuento
relatado por un idiota, lleno de estrépito y furia, y que nada
significa” [ 9 ].
“El sufrimiento –escribe el pontífice- forma parte de la existencia
humana, derivado de nuestra propia finitud y de la gran cantidad de
culpas acumuladas a lo largo de la historia… Es cierto que debemos
hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del
mundo por completo no está en nuestras manos… Viendo el desarrollo de
la historia, tal como se manifiesta externamente, el poder de la culpa
permanece como una presencia terrible, incluso para el futuro” (n. 36).
Ciertamente, son eficaces la revelación y la acción cristianas, “la
gran esperanza-certeza de estar mi vida personal y la historia en su
conjunto custodiadas por el poder indestructible del Amor” (n. 35).
Pero, como es imposible suprimir el dolor, sirviendo el progreso muchas
veces para todo lo contrario, nos encontramos en las antípodas de la
filosofía hegeliana de la historia. Y, bajando muchísimos peldaños,
tambien al lado opuesto de las predicciones de Francisco Fukuyama,
pobre necio.
Esta teoría demoledora, emparentada no sólo con los teólogos citados,
sus discípulos, teóricos como Gustavo Gutiérrez, Adorno, Horkheimer,
también está influida por San Agustín, citado al menos nueve veces en
el documento. Y también resuena en él –creemos- el eco de José de
Maistre y de Schopenhauer. Y de las palabras con que calificó Ernesto
Jünger al siglo XX: “El más cruel de la historia”.
En este punto, con sentidas palabras, exhorta el pontífice a la
caridad, al amor para con todo el género humano. Tal acción desemboca
en la compasión, el sufrir junto con los demás sufrientes. La ayuda al
desgraciado, la compasión para con él son deberes del individuo y la
sociedad. Dice el papa: “Una sociedad que no logra aceptar a los que
sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el
sufrimiento sea compensado y llevado también interiormente, es una
sociedad cruel e inhumana” (n. 38). Y señalemos de paso que son estas
ideas esencialmente las mismas del nuevo prepósito general de la
Compañía de Jesús, padre Adolfo Nicolás, tal como se deduce del
discurso de aquél, acto de posesión.
IX- Además, la “injusticia de la historia” (n. 43) tiene que ser
reparada, o sea que desemboca la historia necesariamente en un Juicio
Final (n. 44). Adviértase la transformación de la esperanza marxista en
un acontecimiento a la vez intramundano y metacronológico. De otro
lado, no va el documento tan lejos como los teólogos políticos, que
parecen transformar la esperanza y la acción cristianas en actividad
reformadora o revolucionaria, mera práctica torrena. Y esto es lo que
le reprochan a Benedicto progresistas como Juan José Tamayo, aunque
tomando el rábano por las hojas, sin advertir el substrato de la carta,
donde en realidad se glorifica a quienes luchan por los pobres y
desgraciados del mundo. Porque no se limita Benedicto a deplorar las
aflicciones, ni mucho menos recomienda paciencia; habla de “verdad” y
“justicia” que “han de estar por encima de mi comodidad e incolumidad
física”, porque “de otro modo mi propia vida se convierte en mentira”
(n. 38). Esta aserción, y otra parecida: “Sufrir por amor de la verdad
y la justicia” (n. 39) tienen una virtualidad que no logran discernir
los miopes. En ellas y, en general, en toda esta parte de la encíclica,
late una doctrina que canoniza la obra de monseñor Oscar Romero y de
tantos otros religiosos y laicos en Iberoamérica.
X- Aparte de patrocinar la caridad universal, como intrínsecamente
opuesta a la civilización burguesa y liberal, desautoriza el papa el
culto a los llamados philosophes del siglo XVIII, corifeos del
racionalismo iluminista galo. Y condena igualmente un acontecimiento
que fue en gran parte cuna de la sociedad y el estado liberales: la
revolución francesa.
Resume el pontífice las desastrosas consecuencias de la última. Y para
buscar la raíz de la misma, refiérese primero a Bacon y sus sueños de
renovación y progreso del género humano mediante la ciencia, y después
menciona la palinodia de Kant, entusiasta al principio de la
insurrección, pero muy poco después desengañado (ns. 17 ss.), como
tantísimos otros ingenios de la época: Schelling y Hegel, por ejemplo.
Cierto que para esas consideraciones no necesitó José Rátzinger
recurrir a ningún teólogo ni a teología especial alguna: bastábale el
testimonio de los historiadores y su propia información. La subversión
empezó en 1789, proclamando los derechos del hombre y del ciudadano.
Apenas un año más tarde, expolió todos los bienes eclesiásticos,
provocando además un cisma. A los tres años escasos ya había derrocado
la monarquía e iniciado gigantescas matanzas de opositores al régimen:
clases sociales sin distinción de individuos, habitantes de provincias
enteras, como la Vandé; profesiones a cuyos miembros se acusaba sin
excepción de los peores crímenes. Carnicería legal desde septiembre de
1792 hasta el nueve de termidor del año 94. Se empeñó, doblando la
guerra civil y para difundir su ideología, en guerras revolucionarias
internacionales, prolongadas por la política imperialista de Bonaparte,
ensangrentado así a Europa durante un cuarto de siglo y sellando la
definitiva decadencia de la Francia derrotada en 1814.
No menos combate el papa –acabamos de decirlo- la equivocación radical
de Francisco Bacon, uno de los pensadores europeos más superficiales:
substituir prácticamente la salvación religiosa, cristiana, por el
progreso científico. Este, de innegable efecto benéfico en
numerosísimos campos, es, sin embargo, bifaz: cabe la enorme utilidad
aportada por el progreso de las ciencias naturales, están las
consecuencias perversas del mismo. Gracias a él ha aumentado la
longevidad, por ejemplo, pero también han aparecido y se han
multiplicado armas militares letales como nunca se había visto antes.
La habilidad para curar es también habilidad para matar (n. 22).
XI- Otro aspecto que cabe poner de relieve en la encíclica, es la
insistencia en considerar la esperanza cristiana y, por ende, la
salvación, no tanto desde el punto de vista individual, sino social.
Cita Benedicto para reforzar su tesis un hermoso estudio del padre de
Lubac (ns. 13 s.); aporta textos sagrados, tan abundantes en la carta,
y se apoya en San Agustín, escritor en cuyo pensamiento tánto lugar
tiene el pecado original, junto a la culpa personal. Claro está que,
aparte de soportes externos, el mismo curso de las ideas lleva al
pontífice a recalcar lo colectivo a expensas de lo individual.
Consiguientemente, apenas se mencionan la transgresión y la injusticia
como pecado o violación de la ley por el libre arbitrio individual. Y
sólo muy de paso se menciona la justificación personal y para nada se
señala la causa de tal justificación: la gracia, sea actual, sea
habitual. Tampoco se habla de la caída adámica ni de maldades, vicios,
delitos que no repercutan en la colectividad. La culpa parece tener
exclusivamente efecto dañino social. En ausencia de la idea o del
término “pecado”, habla el texto de sufrimiento. El adelanto espiritual
entraña, más que el arrepentimiento, superar el dolor, encontrando en
él “un sentido, un camino de purificación y maduración, camino de
esperanza” (n. 38). Ni siquiera se habla del pecado colectivo,
“estructura de pecado”, como lo hacía Juan Pablo II, no lejos de los
teólogos iberoamericanos [ 10 ].
Esta insistencia en lo comunitario tiene varias consecuencias.
En primer término, hacer resaltar el Juicio Final. Los novísimos
personales de antes parecen ceder el sitio al gran acontecimiento
jurídico donde son protagonistas el Juez supremo y reo la humanidad
entera. No obstante, habla el papa del Infierno, estado de “personas en
las cuales todo se ha convertido en mentira”, delincuentes
irrecastables, destrucción “irrevocable” del bien (.45). O se refiere a
“personas purísimas” (ídem). Y a hombres cuya “suciedad” acumulada
durante toda la vida no les impide, sin embargo, aspirar al bien.
Encontramos, pues, los tres destinos tradicionales: Cielo, Purgatorio e
Infierno, pero con un sesgo marcadamente colectivo, tanto que a veces
entenderíamos que sólo tras el Juicio Final se determine el destino
ultraterreno de cada ser humano. Siendo, además, de notar que no
menciona Benedicto la resurrección de los muertos, etapa previa al gran
proceso último. Diríase que presente ante el juez estuviese una
humanidad cuyos miembros nunca hubiesen muerto, sino que, arrastrados
por la historia, llegaron hasta el tribunal supremo para ser absueltos
o condenados. Más que personas aisladas, multitud doliente, deseosa de
justicia, ofendida, humillada, dañada, dañina, acusada y acusadora. El
juicio final no considera la condición previa de los procesados, si
eran ya bienaventurados o precitos. Lección que nos parece totalmente
desechable, por otra parte, pues significaría caer en la herejía de
Juan XXII.
En segundo lugar, esta visión teológica concibe el fin de la
encarnación no tanto para revelar íntegramente la gloria divina en la
creación, como lo afirman los escotistas; ni tampoco fundamentalmente
para reparar el pecado original y los personales de la humanidad,
restableciendo así la justicia violada por nuestras culpas. El fin casi
exclusivo de la humanación del Verbo es manifestar el amor de Dios al
hombre (ns. 26 s.). Cierto que este elemento o causa de la venida de
Cristo no se halla, de ninguna manera, ausente de otros sistemas
teológicos; pero en el de Benedicto creemos tener lugar predominante,
hasta el extremo de postergar un poco otros fines de la encarnación.
En tercer lugar, el restablecimiento universal de la justicia, violada
innumerables veces a lo largo de la historia. Astrea redux. La
importancia de la justicia es tan trascendental para Benedicto, que su
cumplimiento resulta “el argumento más fuerte a favor de la fe en la
vida eterna” (n. 43), es decir, en la inmortalidad. Y así nos damos de
bruces con Kant, no con el apologista arrepentido de la revolución
francesa, sino con el autor de la Crítica de la razón práctica. Además,
la restauración de la justicia sigue siendo ambigua, por los
antecedentes y anotados, pudiendo interpretarse según muchas
alternativas, siempre de acuerdo con la piedra angular: escatológica,
utópica, liberadora, redentora de todo dolor material o espiritual.
XII- Y por lo que se refiere a la última sección de la carta, “María,
estrella de la esperanza” (ns. 49 s.), son sumamente significativos los
elogios a la Virgen, la mención de hallarse ella presente siempre en
los más importantes acontecimientos eclesiales, e implícitamente el
hacer de María mediadora de todas las gracias y corredentora, siguiendo
una tradición remontada, como mínimo, a la edad media, cuando las
cruces procesionales mostraban en el anverso a Cristo crucificado, y al
reverso a su Madre. O como el Descendimiento de Cristo, de Rogelio van
der Weyden, donde la Virgen desfallecida imita la postura del cuerpo
desmadejado y brazos extendidos en cruz del Hijo. Vale decir, ideas
antitéticas al protestantismo.
Además, al referirse la carta al anuncio de la encarnación, por boca
del ángel Gabriel; a la visita de María a su prima Isabel, y a otros
sucesos que narra el evangelio de San Lucas, se reivindica calladamente
la historicidad de textos repetidamente calificados por el
neomodernismo de mitológicos. Y así encontramos de nuevo al teólogo
Rátzinger de Jesús de Nazaret, en la encíclica de Benedicto XVI, ahora
no ya como doctor privado, Herr Professor, sino como doctor universal
de la Iglesia, Summus Pontifex, el cual entra en liza de nuevo contra
la herejía modernista resucitada.
En suma, profundo y hermoso documento, del que espero haberos dado
alguna idea.
¡ Gracias !
NOTAS
( 1 ) Un excelente resumen de la autoridad docente contenida en las
encíclicas lo da el benedictino de Solesmes dom Paul Nau en su
tratadíto Une source doctinale: les encycliques. (París, 1952).
( 2 ) De revelatione, pags. 232 s. Roma, 1925.
( 3 ) Hebr., XI, 1.
( 4 ) Síntesis de teología ascética y mística, n. 671. París, 1936.
( 5 ) Encic. Fides et ratio, n. 43. La frase es de Pablo VI, pero la
hace suya Woytila.
( 6 ) Cf. Código de derecho canónico, n. 252, donde se recomienda para
el estudio teológico principalmente a Santo Tomás, Sancto Thoma
praesertim magistro. Magisterio de ninguna manera excluyente, como
también se desprende del decreto Optatam totius, del concilio vaticano
segundo, n. 15. Véanse, igualmente, discurso de Pío XII, de
veinticuatro de junio de 1939, a los seminaristas, y de Pablo VI a la
universidad Gregoriana, de doce de marzo de 1964, en notas a dicho
decreto.
( 7 ) José Sols, S. J.: El legado de Ignacio Ellacuría, pags. 24 ss.
Barcelona, 1998.
( 8 ) Gutiérrez: Teología de la liberación, pag. 65. Salamanca, 2004.
( 9 ) Macbeth, acto V, esc. 5.
( 10 ) Encic. Sollicitudo rei socialis, n. 36.