Edición 2ª - Abril/Mayo de 2008

Lencería de vida y seda negra. (¡Jo, qué vida!), de antonio OLivares de Lucas

Lencería de vida y seda negra (¡Jo, qué vida!)

de Antonio Olivares de Lucas

Imagine Ediciones, 2006


Capitulo Tercero (fragmento)

Hijos de la posguerra


Los ojos de la bellísima Ava Gardneer me tenían subyugado. Su color turquesa refulgente eran como dos piedras preciosas recién extraídas de una mina sudafricana, pulidas y talladas por los más expertos diamanteros de Ámsterdam y de Amberes, ¡increíbles! La famosa actriz constantemente me abrazaba cariñosamente, me sentía traspasado por su calor, susurrándome al oído: "...oh, my baby, my baby"; jo, qué feliz me sentía.

Mis sensaciones volaban por paraísos inalcanzables. No entendía por qué se sentía tan aburrido el público que llenaba por completo el aforo de la plaza de toros de Girona-Gerona. Al reclamo de un sabroso bocadillo habíamos acudido como extras figurantes al rodaje de una secuencia de Pandora o el holandés eerante, en el cual Mario Cabré, el torero, lanzaba su montera a los brazos de la protagonista Ava, sentada en primera fila de barrera, ofrendándole como homenaje la muerte del toro.

Así repetidamente, toma uno, toma dos, hasta más de cincuenta tomas. El respetable ya estaba cansado y hastiado, empezando a patalear; a diferencia de mi estado emocional había transcurrido el tiempo sin enterarme, gozando cada minuto de la lotería que me había correspondido cuando me sentaron junto ala belleza norteamericana.

A mi pesar, se suspendió la filmación por falta de luz diurna, Ava me cogió de la mano y salimos junto con parte del equipo de producción por la puerta de cuadrillas que daba a la dehesa, mi enamorada iba charlando con un señor serio y elegante. Posteriormente me enteeré que era James Mason, el coprotagonista de la película.

De repente nos abordó un sujeto malencarado. De mediana estatura, enjunto, delgado, que nerviosamente increpaba a la Gardner; al tiempo que con un dedo amenazador retaba a Mario Cabré, sobresalían de aquel rostro enojado, unos atractivos ojos azules que despedían chispas de cólera incandescente. "¡Pero si es el celosísimo Frank Sinatra!", comentó alguien

.Asió enérgicamente por un brazo a la hermosa hembra introduciéndola en el interior de un lujoso Cadillac negro último modelo, partiendo a toda velocidad con dirección a Barcelona. Me sentí empequeñecido como un caballero medieval que en el torneo más importante del condado, había sido descabalgado de su caballo de guerra y desposeído de su dama de honor.

Como consuelo de amores me reuní a un grupo de "amiguetes" que se encaminaban al cercano recinto de piscinas y deportes, donde aquella noche estaban programadas las actuaciones de las orquestras, la Principal de la Bisbal, La Maravella y del Dúo Dinámico. En la pista de patines donde se bailaba, yo creía ver a mis admirados jugadores Serra, Bassó, vallmajó, Danés, etcétera.

Después de las sardanas, empezaron los boleros. Me acerqué a una chica muy mona, monísima, le solicité bailar, ya en la pista el vocalista inició La Historia de un Amor, sorprendentemente ella alejaba su cara de la mía y su pecho del mío, pero en cambio noté con fruición un movimiento, un frote pubiano, que me evervó, me puso a tope, a cien, el tercer baile mi uretra y mi vejiga se resintieron, me disculpé ante la mocita para ausentarme durante unos breves momentos. Nunca lo hubiera hecho, a mi regreso, había desaparecido. Ni rastro. Se había esfumado como una cenicienta misteriosa. Me sentí frustado y abandonado. Pero el "filósofo" del grupo vino y me socorró e intentó consolarme, muy terrenal él: "Chaval, no te preocupes, pero si ésta es una calienta braguetas". En el transcurso de una sola tarde-noche, había percibido dos amores y sufrido dos decepciones.

¡Ay... Ava!, lo que me costó tu emergente amor. En aquella época se celebraba alrededor de los once años la comunión solemne. Dos meses antes era preceptivo y obligatorio asistir todas las tardes a los cursillos de catecismo. A mí no me importaba en absoluto, porque sin ser un buen estudiante estaba muy interesado en aprender y absorber la historia sagrada, por lo cual era el número uno de mi curso, esto representaba un alto honor, subir el primero al altar y recibir la eucaristía. Además de conseguir una gran bolsa de mandarinas.

"Mosén Casola", el cura del pueblo, no me lo perdonó. Adujo a favor de su tesis que le había traicionado y cambiado su tarde de religión por estar al lado de "una aventura". Este nuevo inquisidor "Torquemada", hombre alto, pelo blanco y ralo, con fracciones esculpidas en mármol, no tuvo la menor piedad. Y del primer puesto que me correspondía me relegó al tercero. En aquella edad me sentí deshonrado, estigmatizado y casi excomulgado. Fue la primera bofetada que recibí del clero, después vinieron las de Quer y Brugada.

Justo es reconocer que a lo largo de mi vida tuve grandes y entrañables amigos sacerdotes; algunos de ellos merecían sin duda la condición nominal de santos. Tan lamentable y triste circunstancia no me amedrentó y a la primera oportunidad que tuve me presenté como extra en la obra teatral La Pasión de Jesucristo protagonizada por Rafael Ribelles.

Recién cumplidos los once años, comencé a trabajar como repartidor en los laboratorios farmacéuticos Martín, y por las noches iba a la Academia Bordás. Una de las noches que teníamos previsto ir al Teatro Principal para ver el debut de Nuria Espert, salimos en columna un grupo de entre los que estaban los más "talluditos", de dieciséis y dieciocho años, y nosotros, los más "peques", cruzamos la plaza de correos, pasamos por delante del teatro cine Albéniz, donde se distinguía un gran cartelón que rezaba: Gran Velada de Boxeo, Combate Estelar: Olivares contra Subias.

Seguimos andando, a la derecha quedaba la Plaza de la Independencia, luego el cine Coliseum, delante del cual se inicia el puente que cruzaba el río Oñar.

Allí se encontraba una gran churrería donde elaboraban los famosos "xuxos" de crema. Nuestro olfato se sentía alimentado y soñabamos con tener un día un duro, y darnos el gran atracón, el gran festín.

Pasado el puente, entrábamos en el casco viejo de la ciudad mágica, la de las tres culturas, el barrio judío, más adelante los barrios árabes y sobresaliendo la gran escalinata. Escalinata que ascendía a la cristiandad. A la grandiosa e impresionante catedral fastuosa, que predominaba y presidía toda la población. Su magnificencia me recordaba a la estatua del Sagrado Corazón que contemplé en Río de Janeiro. Nuestros guías, los mayorers, atravesaron en corto espacio una línea invisible y divisoria, pasando de lo eminentemente histórico al barrio de La Barca y Del Pedret, zona de prostitución. Cáusticos olores a putiferio, o orines, a sudor, a miserias humanas. Era un trasiego incesante de paseantes, mirones y buscones, entrando y saliendo de los bares, dandose codazos, guiñando los ojos, mientras nosotros en la calle, estábamos a la expectativa de lo que nos podían contar y poder entrever aquellos secretos de los adultos que nos producían atenta curiosidad.

Súbitamente se nos acercó una mujer desgreñada, ajada, dientes mellados, cara de arpía, nariz puntiaguda, la viva imagen de una urraca humana.

Intentaba recoger las migajas que desdeñaban las águilas putitas jóvenes. Nos dijo con voz aguardetosa: "scht, scht... nenes, nenes: por una pela os hago una "pajita" ahí atrás".

Nos sonrojamos, o nos "acojonamos"; no lo sé bien. Los compañeros saciada su morbosidad, aparecieron saliendo por los batientes de un bar. Asomé la cabeza y quedé estupefacto. Divisé a la inolvidable y guapísima Verónica, amante del asesinado Talaverich. Estaba acodada en el mostrador de la barra, su cuerpo esplendoroso, provocativo y despampanante, era la más solicitada; la fresca amapola, que sobresalía sobre aquel montón de basura. Desencantado seguí al grupo que se encaminaba a la calle Ballesterías y luego por la tradicional Rambla hasta llegar al teatro.

Llegó el día amargo de la despedida, despedida de mi infancia, de aquella acogedora tierra tan personalísima. Adiós a mis queridos amigos también hijos de la posguerra, en el futuro fueron seres excepcionales: banqueros, constructores, directores de banco, industriales, empresarios, artistas, escaladores del Himalaya, etcétera.

Mi padre, al terminar la guerra, había encontrado un empleo de conductor de camiones de alta peligrosidad alternando con su carrera boxística. Fueron doce años de convivencia, de mutuo afecto y respetuosa consideración. Era el fin de una etapa. Ahora, regresábamos a Barcelona, una necesidad perentoria de la Dida, de mi madre, reclamaba nuestra presencia.

Llegamos a La Torrasa, llamada antiguamente Kansas City, porque tres o cuatro generaciones anteriores fue el centro de la acogida de los inmigrantes procendetes principalmente de Andalucía, Murcia y Extremadura. Allí se dirimían las cuitas, las cuestiones " a base de " bofetadas, navajazos o de lo que fuese necesario. Esta población está situada en una cima al sur de Barcelona, bajando por la calle Bassegoda y Sants, que conducen al centro de la ciudad. A su izquierda está Collblanch, actualmente situado el Camp Nou, del Fútbol Club Barcelona. A la derecha, Santa Eulalia. Y por el sur en una larga bajada, por la calle Montseny, está el principio del Hospitalet de Llobregat; hoy cabeza de municipio. En el centro, de esa calle se ubica Pasaje Oliveras, donde residía la Dida Antonia. Era una calle sin asfaltar, de tierra.

Pasé un año durmiendo sobre un colchón apoyado entre cuatro sillas, hasta que, desgraciadamente, fallecio la pobre abuela. Y nos trasladamos a Santa Eulalia.

En la cúspide de la Torrasa está la calle Progreso, en la casa que hace esquina con la Plaza Española y con la iglesia (cerca de donde vivían los hermanos Calatrava). Me mostraron dónde había nacido. Aunque parezca mentira, acudieron a mi cerebro sensaciones y recuerdos de sonido de las últimas bombas, sirenas, de la angustia y el nerviosismo de mi alrededor, extraño e inexplicable si tenemos presente que estaba dentro del vientre de mi madre. Pues sí, fue cierto. Los últimos estudios científicos acreditan que los bebés dentro del claustro materno sienten, oyen, escuchan...

Hacía unos meses que había cundido la alarma por toda Cataluña. Resatada con toda clase de detalles por los medios de comunicación. La aparición de un ser misterioso, monstruoso, que por su forma de actuar y de presentarse era llamado "El Fantasma de la Torrasa" (igual al Fantasma de la Ópera de París). Atacaba a sus víctimas solitarias, en horas nocturnas y de madrugada. Armado de un afilado estilete, era una sombre alta rodeada de tinieblas, cubierto con un sombrero de ala ancha, y una capa negra; también guantes negros, una cara horripilante que erizaba las neuronas y paralizaba los movimientos de quines lo habían visto (¿visionarios, fantasiosos?).

Encontré trabajo como meritorio-botones en una fábrica de cafeteras en Collblanch, donde daba la vuelta el tranvía 57. Era un horario intempestivo, desagradable, a las cinco de la madrugada subía por toda la calle Montseny, a la izquierda por Progreso, hasta el mercado y la fábrica.

Ante todo lo que se comentaba del fantasma, sin miedo, pero por si acaso me encomendaba a mi ángel de la guarda y bien pertrechado con un gran cuchillo de cocina, no puedo negar que algún escalofrío o algo de temor recorría mi ser. Mi entrada en la fábrica de cafeteras fue de irónica expectación (mi madre muy suya), me vistió con unos pantalones de golf (moda en la high society europea), con una ancha americana cruzada de mi padre, camisa blanca, y corbata azul, lo que representó las puyas, sonrisas y mofas de aquellos arrabaleros, mal vestidos y mal educados aprendices y suboficiales de trece a veinte años.

Dado su comportamiento despreciativo y burlón, diariamente había un cruce, un intercambio de golpes con resultado de ojos hinchados, amoratados y labios partidos; ante la sorna asombrada de los encargados y oficiales. Se demostró al fin lo ya sabido: "el hábito no hace al monje". Y ante la evidencia se estableció la normalidad y fuimos compañeros de igual a igual.

Casi todos los días, debido a mi labor, tenía que acercarme a un estanco para adquirir los sellos, los impresos, tabaco para los operarios, etcétera, etcétera. El propietario, Hilario Bofill, era una persona campechana, simpática, cuarentón. Muy repeinado y planchado el cabello con fijapelo, y una raya en el centro que le fividía la cabeza en dos; y dos dientes de oro que asomaban al sonreír.

Alguna vez cuando compraba algún objeto para mi uso personal, no me lo cobraba, me pareció un exceso de amabilidad, un día me preguntó si me gustaría ver mujeres desnudas, "mama mia, claro que sí" contesté, "cuando cierre el negocio te las enseñaré en la trastienda, he recibido una buena colección de contrabando".

Tanto subir y bajar por la calle Montseny, un día atisbé a Jane, su presencia encendidó en mí el amor platónico ideal, y la ensoñación de mis virtudes tal Romeo. La jovencita muchas veces estaba apoyada en el portal de su casa, los brazos cruzados por detrás de su espalda. De su figura esbelta y juvenil sobresalía una larga cola de caballo y unos senos inhiestos y erectos, como puntas orgullosas de un eral.

Era tanta mi obsesión, que triplicaba mis idas y venidas con tal de verla, e incluso un día aprovechando la invitación del sastre moreno con su biscuter, pasé repetidas veces por delante de su casa, para llamarle la atención, de pie sobre aquella zapatilla Autonacional, saludaba de igual manera que lo hacían Washington o Lincoln desde sus flamantes carrozas por la Quinta Avenida

Por fin conecté con ella por teléfono y muy tímidamente, el día de su santo. Le remití un ramo de flores, las primeras flores que enviaba a una mujer. Nunca supe si las había recibido, sí supe que me costó la paga del mes.

Una madrugada, yendo a mi trabajo, al pasar por el Mercado de Collblanch, surguieron dos sombras de entre los cajones de los puestos. Se alteró mi camino, pero se dirigieron a mí en tono tranquilizador, eran dos policías de paisano. "Tranquilo valiente, te conocemos... te hemos observado todas las madrugadas, estamos cubriendo la vigilancia del fantasma, hace poco ha vuelto a actuar, estamos seguros de pronto lo repitirá. Te agradeceremos que colabores con nosotros" y diciendo esto me entragaron un silbato, "si ves algo raro, sólo tienes que pitar".

Seguí presuroso mi camino... Llegó la Fiesta Mayor de la Torrasa, su entoldado, sus orquestas, sus palcos muy engalanados de guirnaldas y serpentinas. Mi firme carácter adolescente aprovechó la ocasión para aclarar por medio de una amiga de Jane el desasosiego amoroso que sentía. "Eulalia, por favor, pregúntale si quiere ser mi novia"; la respuesta fue inesperada, altiva y negativa. Tampoco me concedió el Ball de Rams (baile reservado para enamorados o futuros). Fue el término y fin de una incipiente pasión. Me juré que nunca más volvería a declarar mi amor por mediación de algún intermediario, así lo cumplí.

Esa madrugada sentía la humedad que calaba mis huesos, y la llovizna pertinaz que estaba cayendo, como de costumbre no se veía ni un alma por la calle, todo era silencio. Al pasar por la altura de la calle Pujós, una sombra emboscada surgió del cobijo de un portal, blandía en su mano derecha un largo estilete. Mi primera impresión fue de susto, de incredulidad, ante aquel extraño ente rodeado de bruma. Sin duda era el fantasma; mis reflejos actuaron bizarramente de inmediato y di un salto hacia atrás blandiendo también mi arma de cocina, enfrentándome a él tiempo que hacía sonar mi silbato.

Segundos después, estábamos rodeados de policías, dieron el alto al monstruo con sus pistolas. Él intentó escapar, pero con un enérgico y breve forcejeto lo echaron al suelo y lo inmovilizaron , el gran sombrero de ala ancha había rodado por encima de los adoquines quedando al descubierto aquella faz terrible y esperpéntica. Se trataba de una máscara, se la arrancaron y mi estupor no tuvo límites al descubrir a Hilario Bofill, el estanquero. Lloraba y gemía histéricamente baboseando con convulsiones nerviosas propias de un enajenado mental.

Transcurrió cierto tiempo, y transité por varios trabajos, varios amores y varios deportes. Aprendí la lucha olímpica más antigua, la grecorromana, alcanzando la internacionalidad. El periodista José María Mieves, especialista de El Mundo Deportivo, en una de sus reseñas tituló: "Olivares, la revelación de los Campeonatos".

Fue él mismo quien me presentó a Manuel Vázquez Montalbán y, otro día, a la salida de mis combates, en el Club Mediterraneo del Paralelo, conocí a otro personaje, "El Nanu", joven con cara despierta y con mucho ángel, más tarde fue muy reconocido como gran cantautor, era Joan Manuel Serrat.

Aquella generación, hija de la posguerra, repleta de personalidades conocidas o anónimas por su libre pensamiento y nada manipulable, también merecían constar en este humilde rCon el inquieto y malogrado Manolo, tuve ocasión de conocer los bajos fondos (barrio Chino) o los altos (Sarriá). Ambos submundos de la sociedad. Él ya llevaba dentro de sí el detective investigador Carvallo. En una de las visitas al barrio de alto estánding, entré en uno de los clubes y quedé otra vez estupefacto, perplejo, ante mí estaba Verónica, con su larga melena negra, su cuerpo exuberante, fantástico y deseable, como siempre rodeada de muchos admiradores.

De repente me miró fijamente y se me acercó: "Oye, ¿nos conocemos?" contesté que sí, pero que posiblemente se equivocaba y me tomaba por otra persona, dado el tiempo transcurrido y los cambios lógicos que habían transformado mi físico. Ella seguía siendo el bellezón, sólo había un detalle imperceptible para los demás que yo distinguía: unas tenues orejas mal disimuladas por el maquillaje, a los ojos de mi sensibilidad, la convertían en Verónica, o María de Magdala.

Al hablar del pasado, una profunda tristeza nubló su vista. De súbito: "¿Quieres que cenemos juntos?"; "Caray, por mí encantado" respondí sorprendido. Cogimos un taxi amarillo hasta el Alt Heidelberg, en la Ronda de la Universidad... (parte del cap. III).

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