Edición nš 8 Julio/Septiembre de 2009


Realidad de Dios

Mario Soria


I- Hablar de Dios, como me permite la amabilidad de Enrique Castellá y la atención gentil de los presentes, probablemente sea uno de los temas más arduos que pueda tratar el hombre. Y lo es no porque resulte el asunto en sí abstruso, ya que su materia tiene extremada claridad, sino por la condición humana, que pone toda clase de trabas a la comprensión. Y no parece menos ininteligible por los hábitos mentales y existenciales adquiridos a lo largo de una vida en la cual ocupa Dios lugar menguante. Por esto, cuando indagamos acerca de Dios y su existencia, tenemos que preguntarnos simultánea o correlativamente, un poco como hacía el filósofo Francisco Bacon, cuáles son los idola que nos impiden dilucidar nuestro tema. Pero de todo esto hablaremos un poco más detalladamente al final de la exposición.

II- Fijemos ahora nuestro tema principal.

Hablamos de Dios tal como entiende cualquier persona el concepto y lo define el diccionario: ser infinito, omnipotente, omnisciente, etc. La entidad corresponde, además, a la religión cristiana, la musulmana, la judía, y aun al brahmanismo, si no nos extravía el lujuriante politeísmo, y también si atendemos, por ejemplo, a las ideas y experiencias del jesuita indoportugués Antonio de Mello, a la interpretación que de la espiritualidad hinduista han realizado conversos al cristianismo, y aun a la creencia de grandes contempla-tivos o pensadores de dicha religión: Ramakrishna, Vivekananda, Tagore y otros.

Sin embargo, esta noción divina no carece de contradictores. Así, nos topamos con las mitologías hindú y grecorromana, según las cuales se ha descompuesto (permítasenos la palabra) Dios en una muchedumbre de dioses que combaten, se enamoran, vagan por nuestro mundo, se vengan, auxilian, protegen, sufren derrotas, triunfan de cuando en cuando, etc., estando casi continuamente envueltos en aventuras y relaciones con los hombres. Además, ciertos filósofos (caso de los norteamericanos Montague y James y del inglés Juan Stuart Mill) conciben a Dios como ente finito, limitado en sus atributos y poder.

Nosotros, sin embargo, en vista de las dificultades insolubles que tal teoría lleva consigo, lo mismo que por los elementos fabulosos de los citados politeísmos, nos atendremos a la noción vulgar de Dios, noción que, como veremos, es también la más sabia y certera.

La noción, pues, con la que lidiaremos será la común, la que todos tenemos y con la cual nos entenderemos.

Y lo primero que nos hemos de preguntar será: es dicho concepto, de un ser infinito y demás, ¿lógico, incontradictorio, coherente, comprensible en verdad? Hay quien lo niega. Por ejemplo, el poeta valenciano Francisco Brines, que sostiene en algunos versos suyos la imposibilidad de Dios: “Si Dios fuese posible”, escribe ( 1 ). Y también: “No se trata de la existencia de Dios como imposible” ( 2 ), dando por sentada dicha imposibilidad. Naturalmente que no argumenta Brines; sólo intuye y expone. De lo contrario no sería poeta o encarnaría esa insoportable especie de vate filosofante, monstruo híbrido, cuando no se logra fundir con tino verso y metafísica. Digamos de paso que esta intuición negativa respecto de Dios lo lleva a Brines, casi consecuen-temente, a otra intuición: la del que llama el poeta “esplendor negro”, quizá de la nada o del Infierno ( 3 ).

¿Es, entonces, Dios posible? ¿No estaremos divagando acerca de un término de contenido absurdo? ¿Hay alguna contradicción entre esos atributos que se le asignan: infinito, omnipotente, simplicísimo y demás? ¿No estaremos especulando sobre algo tan dispar e incompatible en sus elementos como las sirenas y los centauros, el dios egipcio Anubis, cinocéfalo, o el indio Ganesha, con cabeza de elefante?

Pero, si se examinan con cuidado tales cualidades, se verá que ninguna de ellas se opone a otra, hasta el extremo de formar un conjunto de propiedades incompatibles entre sí, sino que más bien concuerdan y hasta se llaman unas a las otras, para formar un conjunto o esencia lógica. No se trata, pues, de caracteres divergentes, como sería -para poner ejemplos disparatados- un ave alada áptera, o un ser animado sin vida, o un triángulo de cuatro lados. El concepto de Dios es, entonces, posible, incontradictorio.

Esta coherencia divina quizás nadie la haya expresado más ajustadamente, más descarnadamente, por así decirlo, con puro razonamiento, que Espinoza al principio de su Etica (I, prop. XI). Escueta especulación acorde con la lógica más rigurosa, excelente, aunque después siga el filósofo caminos por donde no podamos seguirlo. Pero, tomada dentro de lo aceptable, dicha cohesión y acuerdo de la esencia divina, entraña la posibilidad absoluta de ser, sin oposición ni obstáculo alguno para pasar de lo posible a lo real. Y le permite concluir a Leibnitz: Si Dios es posible, existe ( 4 ). Siendo ésta la primera prueba que podemos aducir de la existencia de Dios.

III- Tal noción de Dios, que no es imposible, ni absurda, ni contradictoria, ni ilógica, ni descabellada, sí puede ser paradójica. Esta noción cuyas cualidades concuerdan todas entre sí y hasta se entrañan unas a otras, cuando se sabe ponderar, tiene, sin embargo, una peculiaridad sorprendente a primera vista. ¿Y en qué consiste dicha peculiaridad peregrina?

Siempre se distingue la existencia de algo de su idea o fantasía. La existencia real dífiere de la deseada o fantaseada. El dinero imaginado, o querido, o necesitado, no es dinero que se pueda gastar, si uno no lo tiene contante y sonante. El amor deseado pero no conseguido, no es el amor presente. La situación ambicionada sin conseguirla es sólo aspiración, sin que la realidad corresponda al anhelo. Y así sucesivamente. Sin embargo, este divorcio entre pensamiento y realidad no se da respecto de Dios, de su idea, porque es esta idea, cuando se la examina a conciencia, significativa de algo que parecía sólo mental, nocional, materia únicamente de pensamiento o discurso, pero a la vez se revela como realidad, como existencia. Tal propiedad de lo divino puede expresarse con el célebre principio de Hegel (aunque el filósofo no lo enunciara a nuestro propósito): “Lo racional es real y lo real es racional” ( 5 ).

¿Y qué estamos diciendo? En primer lugar, que la idea de Dios es al mismo tiempo realidad de Dios; que es imposible hablar de El como mero concepto u objeto de indagación, ser pensado, materia de análisis y controversia, sin que a la par nos refiramos a algo existente.

Pero, ¿cómo sucede esto? Nos ayudarán a entenderlo algunos enunciados geométricos muy sencillos. Si tratamos de un triángulo, por ejemplo, figura cerrada y formada por tres lados, tácitamente afirmamos tener dicha superficie tres ángulos, siendo imposible imaginarse un triángulo de cuatro o más esquinas. Igual que es imposible concebir un círculo cuya circunferencia no diste exactamente igual desde cada uno de sus puntos hasta el centro. Si esta condición no se realizara, no tendríamos un círculo, sino un óvalo más o menos alargado o cualquier forma curvilínea anómala. En el concepto de dicha figura hállase implícita la propiedad de ser todos los radios de un círculo idénticos por dimensión.

Del mismo modo, entonces, en la idea de Dios está implícita su existencia. Veámoslo más de cerca. Si Dios no existiera y sólo fuese sujeto mental, tal inexistencia habría de tener una causa. No la tiene, en primer lugar, porque, como acabamos de ver, Dios es posible, no es absurdo. No la tiene, pues, intrínsecamente, por su esencia misma. Pero tampoco ha de ser razón de su inexistencia una causa exterior a El, ya que siendo infinito, omnipotente, ubicuo, y en general, perfecto con referencia a todas las cualidades positivas imaginables, nada lograría limitar su existencia o impedirla. Su poder sería óbice definitivo para rechazar cualquier poder opuesto, salvo que fuese también infinito el contradictor. Pero es disparatada e ininteligible la existencia de dos infinitos que, limitándose, ya no serían infinitos.

Este concepto bifaz de Dios -vale decir: el de ser pensado cuyo pensamiento o concepto envuelve su existencia- se ha puesto de relieve desde tiempo muy antiguo. Tal vez no lo hayan advertido los filósofos griegos, ni siquiera Platón, el más profundo de todos ellos. Pero sí lo conocieron -conforme a la interpretación más acertada del pasaje correspondiente- los judíos en el Antiguo Testamento. No ciertamente porque los libros que lo componen sean filosóficos, ni porque hubiera establecido Dios cátedra de filosofía en el desierto palestino, sino porque hay en todos ellos determinadas ideas implícitas, o sea, un concepto del mundo, el hombre y Dios. Una Weltanschauung, como dicen los alemanes.

Pues bien: una de esas ideas, la más reveladora e importante de todas, la más preñada de consecuencias, la encontramos en la visión que tiene Moisés en el monte Horeb, cuando el profeta, enfrentado a Dios, le pregunta a Este quién es y cuál es su nombre, y responde el interrogado: “Yo soy el que es” ( 6 ), vale decir, que el nombre de Dios es simplemente “ser”. En otras palabras, que la idea o nombre de Dios más adecuado significa y encierra al mismo tiempo la realidad o existencia de lo designado.

Y esta propiedad de la noción de Dios, reflexionada y desenvuelta, la han expuesto posteriormente pensadores de diversos credos.

El primero del cual tenemos noticia es San Máximo Confesor, (580-662), si bien, aun determinando la noción de Dios atinadamente, no da el pensador el paso a la existencia, no la afirma explícitamente ( 7 ). Siglos más tarde, dan su versión peculiar al menos dos filósofos musulmanes: al-Farabí (870 a 950) y Avicena, nacido en 956 y desaparecido el 1037. Conciben ambos a Dios como el ser necesario por excelencia, idea en la cual tácitamente se encuentra incluida la existencia ( 8 ). Pero en Occidente, más famosa que esta definición y su inevitable consecuencia, ha sido la prueba llamada ontológica, debida a San Anselmo de Aosta, arzobispo de Cantórbery, muerto en 1109, casi un siglo después de Avicena. Dicha prueba no es exactamente una demostración, es decir, una comprobación por medio de razonamientos ajenos al asunto de que se trata, como pueda ser un examen médico mediante material clínico, para determinar cierta enfermedad, sino una explicitación, desenvolvimiento, desentrañamiento del concepto divino, siguiendo una tónica no diversa en el fondo de los pensadores mahometanos mencionados.

Después, a lo largo de los siglos, este mismo pensamiento, a saber, la peculiaridad nocional y existencial de Dios se ha expresado de muchas maneras, de acuerdo con los distintos sistemas que lo han determinado: desde San Buenaventura, pasando por el Tostado, el Cusano, Descartes, Fenelón, Leibnitz, Hegel, etc. ( 9 ).

Así, pues, el enunciado mismo de la proposición indica la conclusión. Si Dios es por definición el ser necesario, no puede no existir, porque entonces no sería necesario, y al mismo tiempo sostendríamos algo y lo negaríamos. El concepto señala, por lo tanto, la realidad misma del ente que estudiamos o al cual nos referimos. De forma análoga: si según San Anselmo, es Dios el ser más perfecto que cabe pensar, entonces no puede no existir, porque entonces sería y no sería el más perfecto, dado que es la existencia perfección. También en este caso, como en el anterior, señala el concepto la realidad escondida en él. Y cosa idéntica ocurre con todas las variantes del argumento, que, como hemos dicho, es más bien desarrollo o aclaración del concepto divino que conclusión nacida de relacionar e inferir.

IV- Conocemos la noción de Dios y algunas características de la misma, tal como en estas brevísimas consideraciones ha sido posible establecer. Pero nos falta determinar el origen de ella en nuestro saber individual y colectivo. ¿Cómo conocemos el concepto de Dios? ¿Quién nos lo aporta? ¿La sociedad y la familia, acaso? Y a ellas, ¿quién se lo dio? ¿La Iglesia? Pero aquí tratamos de una noción previa al Dios revelado.

Intentemos, por consiguiente, aclarar ese origen: el de la idea de Dios en nosotros.

A alguien tal vez se le ocurra objetar: Si ya hemos determinado tal idea y su propiedad particularísima de ser simultáneamente concepto y realidad, ¿a qué viene ahora averiguar de dónde procede? Bástenos saber que está ahí, en la existencia, con todas sus propiedades.

No obstante, siendo la experiencia quien nos proporciona todo conocimiento: el sensorial y también el intelectual, donde está incluido el concepto divino, lógico es que nos preguntemos por el origen de dicho concepto. No ahondaremos en esto, porque nos prolongaríamos demasiado. Contentémonos con señalar algunas vías por las cuales se afirma advenirnos la idea que nos ocupa.

Dice Aristóteles, al principio de su Metafísica: “Los hombres desean naturalmente saber”. Siguiendo esta afirmación, aunque despojándola de su fuerte impronta intuitiva e instintiva, sostiene Santo Tomás, y con él toda la escolástica tomista, que la razón especulativa llega al concepto de Dios por cinco caminos: indagando el origen del movimiento, tratando de resolver el problema de la contingencia, subiendo por la escala ontológica, averiguando el fundamento supremo del orden cósmico y determinando cuál es la causa primera de toda actividad y cambio ( 10 ) .

Así, mediante la sola razón se asciende hasta el concepto sumo, fin último, grado axiológico impasable, etc., al cual llamamos Dios, causa y ser soberano.

Pero este método tomista, sin ser ni mucho menos erróneo o desdeñable, suscita innumerables objeciones. En primer lugar, ¿de dónde nos viene la noción de infinito, máximo, fin supremo o como quiera denominarse ese punto de arribada especulativa? Este proceso, que supuestamente se debe en exclusiva a la razón discursiva, ¿no tendrá un fundamento oculto, primero? ¿Algo así como lo que, según Pascal, le dice Cristo al fiel indagador o arrepentido: “No me buscarías, si no me hubieras ya encontrado”? ( 11 )

Tal conocimiento de Dios, atribuido en exclusiva y brotado tan sólo del razonamiento, desatiende memoria, sentimiento, instinto, impulsos, intuición, voluntad, tan apropiados todos, por lo menos, para nuestro objeto, como lo es el encadenamiento de proposiciones abstractas. Facultades, las indicadas, propias del hombre a la par del razonar, si no fundamento de este último.

Muestra la experiencia haber, además del que acabamos de señalar, múltiples caminos para llegar hasta Dios, sin contar la contemplación mística. Ejemplos. Cuando Wordsworth contempla un paisaje desde lo alto de una colina y percibe a Dios en la inmensidad y el silencio. O Chateaubriand lo descubre al mirar la inmensidad del firmamento y los astros que rutilan sobre el mar, en una noche tropical ( 12 ). O Werther, personaje goethiano, descubre la presencia divina vivificante en la naturaleza ( 13 ). O el siciliano Miguel Federico Sciacca, guiado por Santa Teresa y San Juan de la Cruz a la Avila nocturna e invernal: luna, silencio, nieve. Y de súbito se le concede al filósofo la teofanía de la redención cristiana ( 14 ). O Schleiermacher, el pensador que tanto influyó en Unamuno, advierte a Dios en el sentimiento de dependencia universal ( 15 ). O bien se sostiene, conforme a Jacobi, que creer en Dios y, por lo tanto, descubrirlo es instinto, algo natural, como la posición erecta del cuerpo ( 16 ). O bien Dios se revela en la comu-nión existencial con los demás hombres, siguiendo a Gabriel Marcel, o a causa de la necesidad de alcanzar la certeza y lo permanente, en medio de la variedad e inestabilidad de la experiencia, de acuerdo con lo preconizado por San Agustín y San Buenaventura. O como Xavier Zubiri, para el cual es la realidad de Dios fundamento inmediato de la realidad universal y especialmente del hombre, que descubre a Dios en la voz de su conciencia y en la condición humana misma, considerada realidad personal casi absoluta ( 17 ).

Y aún podemos mencionar esa especie de facultad creadora de Dios a la que se refiere Unamuno, sosteniendo ser el sentimiento de Dios ansia de inmortalidad, “voluntad de no morir”, y la creencia en Dios, “creencia en nuestra personalidad y espiritualidad”, de modo que Dios “creemos que existe, por querer que exista” ( 18 ). Huelga decir que las cosas no suceden exactamente así.

Y no agotamos los testimonios, tan variados como abundantes, que señalan el multiforme acceso a Dios.

Por otra parte, esta aprehensión de lo divino no la proporciona únicamente la experiencia ayudada del análisis filosófico. También la hallamos gracias al arte, concretamente en la plástica (pintura, escultura, arquitectura), cuando ésta da en la diana por el genio del artista y la índole de la obra, y también merced a la capacidad perceptiva del observador. En otras palabras, si este último sabe contemplar, tiene la paciencia de detenerse y aguarda el momento en que se le otorgue la intuición pertinente. Esta síntesis abre la puerta que permite captar algo trascendente representado por líneas, colores, formas, volúmenes, espacios diáfanos: realidad vista y, además, realidad presentida.

Esto ocurre, por ejemplo, en un icono del Buen Pastor, hecho por la madrileña de adopción María del Carmen Romeral y sito en la iglesia también madrileña de la Santísima Trinidad. El icono, rectángulo de un metro diez de alto, aproximadamente, y setenta centímetros de ancho, representa al Señor con notable apostura. Subrayan el rectángulo esbelto y las líneas verticales de manto y túnica esa prestancia, no realistamente representada, sino de forma más bien esquemática, pero sugiriendo al observador una grandeza sobrehumana. Ya se sabe que es el arte bizantino muy tradicional y repite sus modelos continuamente, lo mismo que la pintura cuzqueña; sin embargo, las rígidas reglas no ahogan la personalidad del artista, originando dentro de lo uniforme gran variedad, precisamente por el propósito de no representar el aspecto real, sino insinuar lo hiperreal.

Otro ejemplo, de estilo totalmente diverso, es el Ecce Homo de los hermanos Juan y Jerónimo García, dos versiones, terracotas existentes una en la iglesia granadina de los santos Justo y Pastor, y la otra en la también granadina cartuja. Aquí no se sugiere, no se traslada al espectador a mundo distinto del actual, ni se enfrenta el ojo humano a una especie de aparición que lo fije, en cierta manera, fuera del universo donde existe la obra artística. Las terracotas citadas muestran algo así como un dolor inmenso y también un reproche sin término, recordando las palabras de Pascal: “Jesús está en agonía hasta el fin del mundo” ( 19 ). Y así se muestra, gracias a un sentimiento intenso representado, algo muy distinto de lo cotidiano, dándosele al sufri-miento categoría de infinito.

También podemos referirnos a la poesía, pero os hago gracia de ello. Baste con indicarlo. Además, ya señalamos el testimonio de algunos literatos.

V- En fin: alguien se preguntará: siendo tantos los caminos para conocer a Dios; teniendo su nombre y su definición esa única peculiaridad de encerrarse en el concepto la realidad; siendo, al contrario de cualquier ser finito y contingente, el ser por excelencia, esencia absolutamente posible, existencia improblemática; entonces, ¿cómo es posible la difusión del ateísmo?

Observemos, en primer término, que este diagnóstico de la expansión atea se refiere sobre todo al Occidente europeo, a algunas urbes iberoamericanas, a Norteamérica. En la Rusia actual y, en general, en los países eslavos y Grecia, es muy distinta la situación. En Rusia, por ejemplo, durante los veinte años últimos, desde la caída de la Unión Soviética, se ha cuadriplicado el número de sacerdotes, los templos han pasado de 40 a 872, etc. ( 20 ). Tampoco es muy distinta la situación de los países musulmanes, donde está vivísima la creencia en Dios, no obstante la secularización intentada mediante todos los medios, pacíficos o violentos, por Estados Unidos y los sionistas. Y pese a no ser raro toparse con agnósticos o increyentes.

En segundo lugar, al hablar de los ateos no nos referimos a quienes por sus escritos son o fueron dignos de la mayor atención: ateos como el barón de Holbach, Marx, Feuerbach, Gustavo Bueno y tantos otros de competencia y seriedad reconocidas. Nos referimos a los ateos de medio pelo, que profieren tonterías en televisión o escriben articulillos en los periódicos, como cierto chisgarabís volteriano muy jaleado lo mismo por derechistas que por izquierdistas. Y también estamos a la mira de la muchedumbre que, sin haber nunca reflexionado lo más mínimo sobre estos asuntos, se alza de hombros, con olímpico desprecio, cuando oye hablar de Dios. O manifiesta una hostilidad soterrada. Recordamos al respecto a cierto matrimonio que pasaba por delante de la iglesia toledana de la Magdalena: entró la mujer a ver un retablo de Alonso Berruguete, mientras el marido, enfurruñado, se quedaba en la calle, sentado en la escalinata del templo.

En fin, también tenemos en mente a los ateos agresivos, como el diputado Alvaro Cuesta y el diplomático Puente Ojea; a los promotores de anuncios estúpidos; a quienes rezongan porque se celebre por las calles la semana santa o haya crucifijos en las escuelas públicas.

Señalemos, por último, que durante la adolescencia suele estallar cierta rebelión contra lo enseñado y aparentemente aceptado por todos, en particular cuando esto último se refiere a la religión. Se cree entonces manifestar más independencia y despejo que los creyentes, mediante la profesión de ateísmo o incredulidad. El ateísmo -escribe Pascal- denota fuerza mental, pero sólo hasta cierto punto ( 21 ). En efecto; si el negador de Dios es inteligente, no cesará de revolver las cuestiones debatidas y probablemente volverá a la convicción original, reafirmados los puntales del edificio. Supuesto que haya agudeza, sinceridad, auténtico amor por la verdad. Pero este caso que señalamos probablemente sea pasajero, crisis de crecimiento. Lo interesante, lo alarmante es el ateísmo que permanece.

Veámoslo un momento.

En primer término, existe cierta antipatía respecto de cuanto supere las necesidades y afanes cotidianos. No se trata -está de sobra indicarlo- de no empeñarse en lograr lo necesario y una vida digna, sino del ansia absorbente de obtener la mayor cantidad de bienes posible y ganar dinero a raudales, en inmisericorde competencia con los rivales. La civilización liberal, animada por el credo darwinista de la guerra sin cuartel entre los individuos y la supuesta supervivencia sólo de los más aptos, no deja lugar alguno a Dios, personaje completamente ajeno a esa carrera de obstáculos donde sólo llegan a la meta quienes ponen en juego todos sus recursos, sin pararse en barras. “El éxito de la vida es el gran creador del ateísmo”, dice Zubiri. ( 22 ).

Además, se imbuye desde la infancia una cultura destinada a crear tal actitud. Y, de acuerdo con dicha cultura, se arraiga la convicción de carecer el hombre de aptitud para aprehender la verdad metafísica. Sólo es capaz de conocer materias útiles, proposiciones económicamente ventajosas, fenómenos beneficiosos, para aprovecharlos, o perjudiciales, para evitarlos. Por lo tanto, el campo del conocimiento humano es estrictamente fenoménico: el de las ciencias naturales. La razón discursiva y la experiencia, sea de los laboratorios, sea la cotidiana, acotan y agotan el alcance cognoscitivo.

Pero sobre todo ello planea la razón. La razón -ya se sabe-, paridora de monstruos, prostituta entronizada, cuando la revolución francesa, en Nuestra Señora de París. La razón usurpa el lugar de la facultad que llamaba San Francisco de Sales “suprema punta o cima de nuestra alma” ( 23 ), es decir, el sitial de la inteligencia y el entendimiento. Y la razón, con su engreimiento y sus sofismas, termina en el escepticismo. Según él, de nada se puede concluir un juicio verdadero o falso, de manera que son vanas todas las especulaciones respecto de una verdad que supere la percepción de los sentidos y aspire a ser exclusiva y concluyente. Todo es en cierta forma verdadero, pero todo también es en cierta forma falso. Conformémonos con esta pobre certeza. Triunfa el relativismo, recordándonos a don Ramón de Campoamor:

En este mundo traidor,
nada es verdad ni mentira;
todo es según el color
del cristal con que se mira.


Dejando de lado las objeciones insuperables a las que se enfrentan escepticismo y relativismo, nos topamos con un pensamiento rebajado, débil, como dicen ciertos filósofos italianos. Ya no quiere el hombre saber, como sentenciaba el pensador griego; se limita a certificar su semiimpotencia para captar la verdad. Si sostenía Virgilio, “feliz quien conozca las causas de las cosas”, felix qui potuit rerum cognoscere causas ( 24 ), la cultura actual se conforma con la sombra de las causas, la cáscara de la nuez o, dicho propiamente, con la sucesión fenoménica.

En esta situación, se diluye el pensamiento serio, incluida la verdad divina. Conviértese el saber correspondiente en jugueteo perio-dístico, ensayo escrito a vuela pluma, erudición a la violeta, todo destinado al entretenimiento del lector y el engreimiento del autor.

Por otra parte, una de las características del ateísmo o, más bien, una de las ideas, consciente o no, que lo anima, es el intento de explicar lo superior por lo inferior. Y así como los gobiernos nacen de las decisiones ciudadanas, lo cual es legítimo en política y hasta muy útil para evitar tiranías, es totalmente erróneo en otros campos, donde se trata de cosas y circunstancias de absoluta divergencia respecto de la realidad política. Así, se trata de explicar la vida por lo inerte o inanimado, el pensamiento por la materia, los organismos más evolucionados partiendo de los más simples, como si la llamada materia, naturaleza, fuerza, contuviese en germen todas las formas y cualidades que después aparecerán realizadas. En cuanto a la creencia o conocimiento de Dios, nace -siguiendo esta teoría- de prejuicios, ignorancia, temor, pereza mental, incapacidad de razonar, ambición de poder, engaños, conveniencias sociales y mil otros motivos bastardos. Darwin resulta una especie de genio omniinspirador. Con lo cual se encuentra el saber del hombre más atrasado todavía que en el siglo V a. C., cuando Anaxágoras, advirtiendo ser imposible que la materia se organizase por sí sola, descubrió el noûs o mente ordenadora, exterior y superior al caos.

Y para mayor absurdo, lo que pretendía ser conclusión científica, sujeta a la crítica y la experimentación; lo que era en puridad hipótesis sujeta a objeciones y comprobaciones, inestable como todas las leyes científicas, conviértese, por arte de birlibirloque, en dogma inatacable. Cuanto suponíase ser en principio razonable, resulta a la postre mito. Sin duda, nadie combate la utilidad de las ciencias naturales; lo que sí nos parece reprobable es transformarlas en criterio supremo de certeza, en sapiencia máxima.

¿Es posible, entonces, con tales prejuicios, captar a Dios? ¿Es posible mediante opúsculos superficiales, articulejos periodísticos, charlillas televisivas, anuncios jaleados por mastuerzos, proscribir válidamente a Dios, cuya noción, eminentemente clara, exige sin embargo concentración, tiempo y reflexión para ser comprendida o intuida? ¿Es dable conocer o rechazar a Dios, desconfiando de la propia fuerza cognoscitiva, limitándola a la percepción y sistematización de los sucesos observados?

En fin, se dirá quizás que, tal como planteamos el tema de Dios, parece Este ser materia más de filósofos que de creyentes. Sin duda. Y lo hemos hecho así, porque quisimos tratar rápidamente de la noción divina y sus características, no hacer apologética ni referirnos a Dios exclusivamente como ente revelado.

Esperamos no haberos aburrido mucho ni sido excesivamente abstrusos.
Muchas gracias.

NOTAS

( 1 ) Antología, pag. 178. Madrid, 1986.

( 2 ) Ibídem, 129.

( 3 ) Ibídem, 126 s., 136.

( 4 ) Monadología, n. 45; Nuevos ensayos sobre el entendimiento huma-no, lib. IV, cap. X, n. 7; De la demostración cartesiana de la existencia de Dios, según el P. Lamy.

( 5 ) Hegel: Grundlinien der Philosophie des Rechts, pag. 24. Fráncfort del Meno, 1986.

No se le escape al lector que el término “racional”, vernünftig, cuida el filósofo de precisarlo, distinguiendo la “razón” que únicamente aprehende abstracciones, la razón –digamos- de los filósofos franceses dieciochescos, de la razón como “idea”, a saber, la aprehensión intelectual de lo concreto. Lo cual acerca, en cierto modo, el pensador alemán a Platón: op. cit., pags. 25 ss.

( 6 ) Exodo, III, 14.

( 7 ) Doscientos capítulos sobre teología y la encarnación del Hijo de Dios, centuria 1ª, ns. 1 ss. Y especialmente el n. 6. Salónica, 1985, vol. 14 de la Filocalia, pags. 446 ss.

( 8 ) Miguel Cruz Hernández: Historia de la filosofía española. Filosofía hispanomusulmana, vol. I (Madrid, 1957), pags. 86 ss., 128 ss.

( 9 ) Mario Soria: “Existe Dios? El argumento ontológico”, art. publicado en la rev. Philosophica, nº 17. Valparaíso de Chile, 1994.

( 10 ) Suma teológica, I, q. 2, a. 3, in corp.; Contra gentiles, I, cap. 13. Reginaldo Garrigou-Lagrange, O.P.: De Dios, su existencia y su naturaleza, vol. I.

( 11 ) Pensamientos, fragm. 717, de la edición de Miguel de Guern. Pag. 460. París, 1977.

( 12 ) El genio del cristianismo, parte I, libro V, cap. 12.

( 13 ) Die Leiden des jungen Werthers, I, carta del 18 de agosto. Cf. J. J. Rousseau: Ensueños de un paseante solitario, paseo quinto.

( 14 ) M. Soria: “Miguel Federico Sciacca y los místicos españoles”, art. publ. en la revista Verbo (Madrid, 2001), nº 399-400 pags. 851 ss., y reproducida en Florencia, 2002. Editor Leo Olschki.

( 15 ) Schleiermacher: Über die Religion, pags. 60 ss. Hamburgo, 2004; Unamuno: Del sentimiento trágico de la vida, cap. VIII, in initio. Pag. 369 de las Obras selectas. Madrid, 1977.

( 16 ) Federico Enrique Jacobi: Schriften zum Streit um die göttlichen Dingen und ihre Offenbarung (vers. franc.), pags. 38, 42. París, 2008.

( 17 ) Zubiri: El hombre y Dios, pags. 147 ss. Madrid, 1994; Alfonso López Quintás: Filosofía española contemporánea, pags. 259 ss. Madrid, 1970.

La idea señalada en el texto se concierta con el sistema o intuición todo del gran donostiarra, cuyo realismo es mucho más riguroso que el tomista, tal como habitualmente se lo entiende. Porque la realidad, dice en substancia Zubiri, no es mera actualidad de la esencia, ni efecto de una causa, sino propiedad esencial, “primordial” del ser, que impregna toda la entidad del último y trasciende, en cierta manera, la existencia empírica (tal como la aprehende la percepción), mediante el sentir primario de la realidad: Zubiri: Inteligencia sentiente, pags. 56 s., 115 s., 224 ss. Madrid, 1980; Gonzalo Fernández de la Mora: Filósofos españoles del siglo XX, pags. 160 s. Barcelona, 1987.

Y pictóricamente (toda filosofía tiene su correspondiente transubstanciación artística, así como todo arte su filosófica), este pensamiento no se representa, a juicio nuestro, mediante el hiperrealismo, sino en determinadas modalidades del paisaje español: por ejemplo, del catalán Alberto Gracia.

( 18 ) Op. cit., pags. 361, 365.

( 19 ) Pensamientos, fragm. 717, pag. 459.

( 20 ) El País, de 22 de enero de 2009, pag. 6.

( 21 ) Edic. cit., frag. 146, pag. 140.

( 22 ) Naturaleza, historia, Dios, pag. 336. Madrid, 1959.

( 23 ) Tratado del amor de Dios, lib. I, cap. XII.

( 24 ) Geórgicas, II, v. 489. La ignorancia de tales causas la interpreta Lucrecio como origen de la religión: De rerum natura, V, vs. 1183 ss.

BIBLIOGRAFÍA
Además de las obras indicadas en las notas al texto:

Genaro Vidal Guzmán: “Tres nociones sobre el progreso y la verdad de la ciencia”, art. publ. en la rev. Intus Legere, nº 3 (Santiago de Chile, 2000), pags. 145 ss.

Juan Carlos Ossandón Valdés: “En torno al concepto de evolución”, art. publ. en la rev. Philosophica, nº 12 (Valparaíso de Chile, 1989), pags. 137 ss.

Silvano Borruso: El evolucionismo en apuros. Madrid, 2001.

Mariano Artigas: El origen del hombre.

Agustín Udías: “Las relaciones entre ciencia y religión consideradas desde el conocimiento y los aspectos sociales”, art. publ. en la rev. Razón y fe (Madrid, marzo de 2004), pags. 239 ss.

Federico Alberto Lange: Historia del materialismo y crítica de su significado actual (Geschichte des Materialismus und Kritik seiner Bedeutung in der Gegenwart. Leipzig, 1926). Basándose en conceptos kantianos, certeramente sostiene el autor no corresponder las nociones de materia, átomo, fuerza, etc., a la cosa en sí, sino sólo a los fenómenos. E independientemente de Kant y su sistema, conforme a cualquier filosofía que no sea craso positivismo o materialismo, esa es la noción exacta del conocimiento científico.

Revista Verbo, nº 471-72 (enero-febrero, 2009; Madrid): varios autores: “En el bicentenario del nacimiento de Darwin y los ciento cincuenta años de ‘El origen de las especies’ ”.


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Y, en general, respecto de la “verdad” o “exactitud” de las ciencias naturales, conforme a la opinión de numerosos científicos y filósofos: Poincaré, Duhem, Eddington, Popper, Heisenberg, Meyerson, Schrödinger, etc., puede verse, aparte de las obras de los citados y otros, Teófilo Urdánoz, o. p.: Historia de la filosofía, vol. VII (Madrid, 1984), cap. I, pags. 29 y ss., usque in finem.
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Completemos la bibliografía con estudios del autor:
Poesía y lenguaje. Inédito. Libro.
“De Dios, el hombre y el mundo”, art. publ. en la rev. Philosophica, nº 18 (Valparaíso de Chile, 1995), pags. 39 ss.

“¿Existe Dios? El argumento ontológico”, art. publ. en ídem, nº 17 (1994), pags. 53 ss.

“Del concepto y existencia de Dios”, art. publ. en la rev. Roca Viva, nº 363 (Madrid, 1999), pags. 128 ss.

“Angel Amor Ruibal, filósofo y teólogo”, art. publ. en la rev. Intus Legere (Santiago de Chile, 2005), nº 8, vol. 2, pags. 153 ss.

Reflexiones sobre Dios. Libro inédito.

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