Edición nš 8 Julio/Septiembre de 2009



El paseante solitario


porAna Alejandre
Hace tiempo que no le veo, encorvado y mirando a un punto indefinido entre sus zapatos y el pavimento, como si quisiera encontrar algo perdido o la señal que le indique el camino a seguir. No sé qué edad tendrá; pero debe de estar cercano a los ochenta años. Nunca nos dirigimos la palabra, sólo nos miramos con una atención creciente a medida que los meses transcurridos han ido convirtiéndonos, el uno para el otro, en una figura conocida, aunque en la ignorancia de nuestras identidades respectivas.

Cuando nos cruzábamos en la acera, veía en sus ojos la mirada inquisitiva, pero amable, de quien reconoce en el otro a alguien cercano en una similitud sólo comprensible para los interesados, aunque en la distancia que marca siempre la ausencia de trato y la falta de intimidad. Sin embargo, en los últimas semanas, notaba en su mirada, cuando la alzaba unos segundos como si advirtiera mi presencia de forma instantánea, una muda señal de simpatía y de saludo implícito que yo le devolvía con una sonrisa involuntaria aunque sincera, a la que, a su vez, respondía con otra que se insinuaba levemente en sus labios, que desdecía su aspecto ausente y concentrado y su sempiterna soledad. Era un signo de reconocimiento implícito, como si ambos perteneciéramos a un mismo gremio de paseantes solitarios entre una multitud desconocida y ajena entre los que nos distinguíamos, por una inexplicable afinidad que nos unía y que ambos habíamos advertido. Muchas veces he pensado que era, simplemente, la simpatía nacida entre dos desconocidos de diferente edad que, a fuerza de la costumbre provocada por aquellos encuentros fortuitos, sienten una identificación en la que ambos se reconocen. Aunque también había algo más, como una nota sutil e imperceptible en la que flotaba la extraña sensación de que éramos dos seres iguales, a pesar de las diferencias personales, y esa similitud parecía estar basada en un aspecto que pasaba inadvertido para los demás posibles observadores; pero era algo que ambos comprendíamos en silencio y que nos unía en aquella sutil e indefinible simpatía. Muchas veces pensé que esa identificación era por el tipo de gustos o preferencias que demostrábamos a la hora de comprar la prensa en el quiosco de la esquina, del que éramos asiduos clientes, el cual nos abastecía de libros, periódicos y revistas y en los que predominaba siempre el mismo gusto o afición por la literatura; o, quizás, estaba basada esa espontánea afinidad que intuíamos en que ambos sentíamos el mismo amor hacia los animales que se materializaba en las caricias que el anciano le hacía a mi perra, única acompañante en aquellos paseos diarios, y que ella devolvía con múltiples lametones húmedos.

Esta mañana he preguntado al quiosquero si seguía viendo a aquel anciano, amigo desconocido para mí con el que nunca crucé una palabra, o si sabía algo de él. La respuesta me dejó helada y con un extraño nudo en la garganta, porque el quiosquero me comunicó, con voz grave y un ligero movimiento de cabeza en señal de pesar, que lo habían encontrado muerto en el piso donde vivía solo desde que enviudó, años atrás, porque los vecinos avisaron de que hacían muchos días que no lo veían y notaban un extraño olor que salía a través su puerta, a la que tuvieron que tirar abajo los servicios de asistencia.
No he querido volver por esa zona habitual en mis paseos, porque el recuerdo de aquel anciano, solitario y extrañamente próximo en la lejanía del desconocimiento mutuo, aún planea sobre aquellas calles que han perdido para mí todo el encanto que le conceden las múltiples acacias que bordean sus aceras. Su ausencia ha dejado un hueco que me es imposible llenar con otros alicientes, porque su recuerdo me golpea el ánimo al pensar en la absoluta soledad en la que vivió y murió aquel desconocido al que me unía un inexplicable afecto, rodeado de gente extraña en la que sólo encontraba la muda señal de complicidad, al cruzarse por una acera cualquiera, en la sonrisa de una desconocida que, en esos escasos segundos, le transmitía la calidez y el afecto que le eran negados desde hacía muchos años.

Pensó en aquella estrofa de un famoso poema que dice: “qué solos se quedan los muertos”, aunque en el caso de ese anciano desconocido pero tan extrañamente próximo, esa soledad la había acompañado hasta la tumba como testigo fiel de que la soledad no empieza sino acaba, precisamente, en la tumba, en la que la muerte pone el punto y final a una vida desdichada.



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