Edición nš 8 Julio/Septiembre de 2009



Diario de Egispo (continuación)


por
Mario Soria
1996
12/8 (lunes)

Color indefinible del mármol: grisáceo, rosáceo.
Grandiosa de proporciones, la iglesia. Vista desde la cabecera, impresionante conjunto. La nave central, un tercio más elevada y ancha que las laterales.
Desde el hotel, a pie hasta al-Azhar. Recompensado el esfuerzo, porque encontré en dicha calle docenas de tiendas de telas de mil colores y dibujos, casi siempre para vestidos femeninos. Verdes intensos, carmines, rosados, azules turquesa, amarillos de azafrán, ocres, negros, blancos casi luminosos; si no lisos los colores, combinados en rayas, trazos caprichosos, complicados dibujos a modo de puertas, ventanas, celosías, alternados con otros distintos e igualmente complicados. Sedosas, las telas, vaporosas, relucientes, mates, casi transparentes, gruesas, delgadas, ligeramente labradas, estampadas. Veíanse apiladas en rimeros de veinte o más rollos, se desplegaban en escaparatillos, las extendía el vendedor. Muy rara vez alteraba colores y calidad el cristal, como en Occidente: aquéllas lucían por sí solas, sin embelecos. Las palpaban las mujeres, discutían, compraban, rehusaban, se iban a otra tienda, llegaban más mujeres, argumentaba el comerciante, señalaba una tela, mostraba otra, ponderaba, intentaba convencer, satisfecho si lo hacía, ligeramente desencantado si no, volvía a esforzarse con otra clienta.
Universidad de al-Azhar. En la fachada principal, puerta románica: varias columnitas frontales o acodilladas, sosteniendo las correspondientes archivoltas. En el tímpano del arco, el mismo trébol de la mezquita de Kalavún.- Bello perfil de alminares y cúpulas, tanto de al-Azhar como de otra mezquita, vecina, de cúpula sin labrar y grandes agujeros simétricamente dispuestos a modo de ventanas; seguramente mucho más antigua que las construcciones mamelucas.
Al contrario de la vez pasada, sucia la plaza de al-Husseini.
Esta mañana, el canal del Nilo próximo a la finca de Manial, verde intenso en las orillas, donde se reflejaban los carrizos; negro a trechos, por la sombra de los árboles; verde dorado en el centro, a causa del sol; verde obscuro allí donde no alcanzaba de pleno la luz. Cambiada la perspectiva, cambiaban también los tonos, o sea que, moviéndome yo, variaban los colores. Siempre rizado el río, galanteando a la brisa.
Helado de fresa, mango, melón y leche, adornado de nata batida y con base de plátano y melón en trocitos. Servido en una naveta de cristal, en la cafetería “Groppy”.
Sigue sin regulárseme la digestión.

13/8 (martes).- Museo Egipcio. Materiales usados en la escultura del Egipto antiguo y en las artes decorativas, además de los que ya indiqué: cuarcita, malaquita, lapislázuli, feldespato verde, jade rojo, antimonio, amatista, obsidiana, serpentina, cornalina.
Alejandro: cuerpo delgado. El contorno del cuello, dorso y nalgas no tiene la rigidez de otras estatuas, por ejemplo la que está de pie frente a él, de un personaje autóctono; obra arcaizante, de época ptolemaica. Alejandro, cara alargada, boca chica, labios no gruesos, nariz fina; el otro, de labios gruesos, cara ancha y maciza, nariz chata, boca grande, además de mostrar la espalda artificiosamente recta.
Las dos estatuas de Tutankamón destinadas a guardar su propia tumba: de madera y tamaño natural; bien modelados perfil, cuerpo y cara, no obstante la rigidez de los rasgos y de la postura.
En la sala grecorromana, número 34, dos hermosas estatuas de mármol, de cuerpo entero: una mujer ya mayor y un joven. Postura, pliegues de la toga, túnica, manto, posición del brazo derecho, expresión, excelentes. No así las manos, demasiado grandes, probablemente no originales. También, en la esquina delante de la estatua de Alejandro, tres bustos romanos notables: un viejo marcado por el vicio, una dama llena de dignidad, un muchacho de rasgos correctos, pero exoftálmico.
Magnífica cabeza de Senursret III (duodécima dinastía), sobre un coloso mediocre: cara angulosa, pómulos salientes, labios delgados, gesto de inexorable decisión, acentuado por el vigor de las manos empuñadas.
Los colosos del fondo de la galería principal, Amenofis III y su mujer, esbozando una sonrisa de eterna beatitud (dinastía décimoctava). Diríase haber en esa sonrisa plácida influencia budista.
En la galería de Tutankamón, centenares de turistas: norteamericanos, franceses, ingleses, alemanes, japoneses, españoles, italianos… Al cuidado de sus respectivos guías, que blandían una paleta con el nombre de la expedición y la elevaban para reunir a su rebaño. Este, de todas las edades, sexos, trazas, tamaños. Ellos, por lo general en camiseta y calzoncillos, sudorosos, tripones, de brazos y piernas filiformes, hirsutos, agotados por el calor, lo cual los hacía parecer aún más imbéciles que de ordinario debían de serlo. Ellas, sin mangas, escotadas casi hasta el ombligo, muchas faldicortas o con pantaloncitos; también sudorosas; culonas, de brazos fláccidos, a punto de escapárseles las tetas por el escote, ventrudas, piernigordas o de muslos y pantorrillas que parecían husos; fatigadas, abanicándose desesperadas, la boca entreabierta. Todos, mirando sin ver, oyendo sin escuchar, reprimiendo bostezos, hablando estupideces entre sí, soñando con agua y comida, mientras vociferaba el guía verdades, simplezas y cuentos.
Por la tarde, con todo el grupo de españoles, a la universidad de al-Azhar y al bazar. En éste, tiendas de perfumeros de cristal. Frasquitos de mil colores y formas, abombados, acampanados, a modo de anforitas, delgados como columnas turcas y compuestos de varios cuerpos, lisos, estriados, pintados, de tapón esférico, de tapón bulboso, incoloros, verdes, rojos (imitando el bacará), azules, bicolores, policromos, moteados, escarchados, dorados. Y los de tamaño mayor, magníficos, casi jarrones, con dibujos persas.
Tiendas de piedras semipreciosas y objetos hechos de ellas: collares, pendientes, anillos, pulseras, brazaletes, pectorales, prendedores; por lo general, de plata el engarce, afiligranado. Las piedras: ojo de tigre, ágata, malaquita, lapizlázuli, venturina ocre y negra (en la que brillaban, como en un cielo, incontables puntitos dorados), cornalina carmesí igual que gotas de sangre, turquesas, aguamarina, amatista, azabache.
Café “al-Fisaui”, típicamente egipcio, más en la calle homónima que en el interior del establecimiento. Té con menta para saborearlo y ver el espectáculo de los viandantes que sin cesar pasan por la calle, estrecha, a cuyos dos lados se alinean mesas, sofás y sillas en milagrosa multiplicación del espacio o interpenetración de muebles, personas y enseres (los narguiles, entre otros). Paso de curiosos, desocupados, clientes del café, camareros, mendigos; vendedores de rosarios de piedras o de pétalos de jazmín, collares, pendientes, pañuelos de papel, papiros, globos, billeteras, encendedores.
En un figoncillo cercano, delicioso arroz con leche, acompañado de pasas acarameladas, manises y nueces picados. Frente a la mezquita de al-Husseini.
Lucían en la noche, iluminados de verde, el color del Profeta, los alminares de al-Azhar y al-Husseini, por encima de la multitud que iba, venía, conversaba, miraba, deseaba, comía, compraba, vendía, tomaba té o café en los innumerables veladores, esperaba, reía, trabajaba, gritaba, discutía, fingía pelear, vigilaba, estaba al acecho del cliente o la ganancia, paseaba. Aquí, lo mismo que en los cafés, por cada cien hombres se veían cinco mujeres, siempre acompañadas. Despertaban los alminares iluminados impresión parecida a la que tuve en el hostal del Valle de los Caídos, al levantarme por la mañana y, asomado a la explanada, ver la enorme cruz que se erguía frente a la ventana: la presencia de alguien sobrehumano. Sólo que allí gesto de abrazo eran los brazos, y aquí la luz parecía vigilar a la muchedumbre desde lo alto de las torres, atalaya a lo divino.
Se me regularizó la digestión. Obré normalmente. Sin embargo, fuerte dolor al costado izquierdo de la cintura, después de la siesta.

14/8 (miércoles).- Mezquita de Kalavún. La puerta gótica que tanto me llamó la atención, no es propiamente del oratorio, sino de la escuela o “madrasa”. De todos modos, sorprendente.
La mezquita siguiente, yendo hacia al-Futuh, la del magnífico alminar cubierto de yeserías, del sultán Barkuk. Algo más lejos, la de al-Aqmar, pequeña en comparación con las anteriores, pero muy bonita de aspecto. Todos estos edificios, en la calle Al-Muiz li-Din Allah.
Comparados los cubos de la puerta Zuvaila con los de al-Futuh, mayores aquéllos, si bien casi no repara en ellos el espectador, atento a las espléndidas torres.
La puerta de an-Nasr, en realidad formada por un par de cubos cuadrados iguales a los que, a tramos regulares, refuerzan la vieja muralla de la ciudad, almenados y aspillerados. Sólo que entre esos dos se abre la entrada de la calle as-Samaliya.
Compré por noventa libras, o sea tres mil seiscientas pesetas, seis fundas de cojines adornados con motivos árabes y bellas combinaciones cromáticas, siempre según la geometría del Islam: granate, blanco, negro, verde de hoja seca y ocre; azul pastel, ocre, violeta, verde, salmón y granate; verde de tres tonos y blanco; blanco y azules turquesa, eléctrico y grisáceo; blanco, azul grisáceo, verde, morado, violeta, granate y salmón obscuro; granate, celeste y blanco. Los diseños: hojas estilizadas, flores abiertas, flores en botón, rombos, arcos de círculo, cálices, guirnaldas, cintas, estrellas, círculos, óvalos, líneas ondulantes, trapecios curvilíneos. Material, algodón.
¿Ocultan un sentido que sea algo más que mera simetría los diseños, combinaciones de rectas y curvas; repetidos regularmente dos, cuatro, ocho veces; compuestos a menudo de una, dos, tres, cuatro, ocho partes? O de seis, porque la estrella judía también la incluyen en esta ornamentación. ¿Guardan su secreto los almohadones como las alfombras? ¿Secreto de figuras, colores, números, disposiciones? Ya cansado del Cairo, con añoranza de mi casa. Pesada me resulta la obligación cotidiana del turista: “hacer” algo, o sea ver, visitar, salir, recorrer, comprar, sorprenderme, comer algo extraordinario, trasnochar. Además, cuando se acerca la fecha del regreso, más siento lo provisional de mi situación y más deseo resolverla. Al principio, acabado de llegar, no sentía nunca fatiga; todo lo dominaba la novedad; incluso los recorridos más largos llenos estaban de incidentes dignos de recordar. Cortos hacianse los días para llevar a cabo caminatas de horas. Almorzar y dormir la siesta un rato no eran sino breves descansos de una actividad que sólo con la puesta del sol paraba. Ahora, en cambio, me desanima la distancia para realizar ciertas excursiones, como ir a la Ciudadela.
Telefoneé a Maria Esperanza. No había recibido la tarjeta postal que le mandé.
Cena en el hotel “Marriot”, con Carmela Alanti y Salomé Acuña. Paseo por las instalaciones abiertas al público en general: grandes escaleras, vestíbulos, restaurantes, tiendas. Encierra el hotel el palacio que mandaron hacer para la emperatriz Eugenia de Montijo, cuando estuvo ésta en El Cairo, con motivo de la inauguración del canal de Suez. Recorrimos salones, galerías, una gran escalinata de mármol, el salón de baile. Todo, frío, desmesurado, suntuoso por el derroche de pan de oro y mármoles, impersonal. Si el hotel “Mena” es pacotilla de lujo del siglo XX, este palacio lo es del siglo XIX. Me imagino que Eugenia, mujer de gusto refinado, sonreiría al ver tal imitación de las Tullerías, porque revela la mansión cairota el notorio complejo de inferioridad que entonces tenían los egipcios respecto de Europa, visible también en la mezquitas de Mohamed Alí y al-Husseini. (Representan una reacción ciertas construcciones del llamado palacio Manial, la mezquita de ar-Rifai, etc.) Salvo algunas obras de arte autóctono, como las magníficas lámparas colgantes de hierro forjado y calado, lujo parisiense del peor gusto: dorados ostentosos de sofás, sillas, marcos de espejos, consolas y demás; habitaciones enormes, profusión de pinturas pésimas.
Al salir del hotel, río de tinta el Nilo. Inconcebible laberinto y aglomeración de taxis y toda clase de vehículos. Estando relativamente cerca el “Marriot” de la calle Talat Harb, tuvo el taxi que tomamos que dar una vuelta larguísima por los atascos, para llevarnos al centro de la ciudad.

15/8 (jueves).- “Al-Ahram” (“Las Pirámides”), semanario oficial, en inglés. Prescindiendo de la exaltación de Mubárak y su gobierno, excelente resumen del complicado ajedrez diplomático y militar de Oriente Medio. Reflejo también, de las ideas que tiene el régimen respecto de multitud de otros asuntos. Contrario, aunque con moderación, a Netanyahu y su política antipalestina y antisiria; muy crítico con Estados Unidos, particularmente por su apoyo a la peor política israelí. Favorable al tratado turcoiraní de venta de gas persa. Respalda plenamente a al-Assad y su rechazo de la propuesta judía de retirarse Tel-Aviv del sur libanés, pero no del Golán. Aporta datos acerca del armamento nuclear hebreo, de la política militar de todos los gabinetes judíos y del rearme de la región, provocado todo por el deseo sionista de dominar sin rivales la zona. También aclara, en cierta forma, el motivo de los ataques últimos a Corea del Norte, vendedora de misiles a Egipto y Siria. Exalta la película sobre Násser. Simpatiza con los zapatistas y denuncia la escandalosa desigualdad social mejicana, cuya causa principal es el neoliberalismo. No son menos terribles las estadísticas rusas e interesantes las referencias a la lucha soterrada entre Lebed, Chubais y Chernomirdin.
Confirmé mi pasaje, ¡a Dios gracias!
Ida y vuelta a pie de la plaza de Saladino, uno de los lugares más interesantes y bonitos del Cairo. Mezquitas de ar-Rifai, Sultán Hassán, al-Mahmudiya (siglo XVI) y otras. Al fondo, sobre el Muqatam, la de Mohamed Alí, que vista desde la plaza impresiona por la intención del constructor: delante, los dos alminares, como sendas y enhiestas lanzas, y detrás el bello amontonamiento de cúpulas, cupulitas y semicúpulas. Deplorablemente colocado en una torrecilla, rompe la armonía el reloj que regaló Luis Felipe.
Indisimulada simbología cristiana en la mezquita de ar-Rifai, terminada en 1912. Antes le había yo asignado varios siglos de existencia. En verdad, corresponde su concepción a la mejor edad del arte musulmán.
Las puertas y las cornisas, éstas de cinco filas de alvéolos coronados por un friso de tréboles geometrizados, lo mejor de la fachada de la mezquita del Sultán Hassán. El resto, altas paredes con ventanas rectangulares, salvo unas pocas muy curiosas: el trébol, el círculo, los dos huecos inferiores y la columna entre ambos huecos también se prestan, a mi juicio, para desarrollar ampliamente los temas cristianos.

Estaba la calle de Alcalá, desde la plaza de Ahmed Maher hasta la de Saladino, mucho menos mugrienta que la última vez que la recorrí. Además, tenía la ventaja de presentar aceras transitables, salvo cortos tramos. Valga esta reparación a su honor. Por lo demás, jugadores de dominó cuyas fichas eran iguales a las nuestras en tamaño y puntos (¿o las nuestras iguales a las suyas?); una cabra comiéndose un pedazo de papel; gatos esmirriados, rabilargos, que se sentaban en las aceras ocupándolas, como sus amos, cuanto podían, extendiendo la cola.

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