Ediición nē 14- Enero/Marzo de 2011

Ideario (continuación)

Ideario (continuación)

VIII

La melancolía

Mario Soria.No es sólo sentimiento pasajero, que viene y se va sin causa aparente. Cualquiera puede hallarse triste alguna vez. Esto carece de importancia. -¿Por qué estás triste? -No lo sé. ¿Quién no ha escuchado este diálogo u otro muy parecido. Todos nos amohinamos cada día setenta veces siete, porque el ascensor no funciona, los hijos traen de la escuela malas notas, la mujer es cada vez más ociosa, no está en casa la persona a quien telefoneamos, tenemos menos dinero del que creíamos o desearíamos tener. Y al llegar la noche, nos sentimos cansados y disgustados. Pesan sobre el espíritu los sinsabores de la jornada; sin embargo, pronto pasa el enfado y la mañana siguiente amanece con bríos e ilusiones remozados.
Es más firme y más honda la verdadera melancolía. Asalta unas veces de súbito, paralizando la voluntad, embarazando la inteligencia, vaciando de fuerzas el cuerpo. Otras veces se la presiente después de haber despertado, al desayunar desganado, insípidos los alimentos. Se husmea una presencia invisible, agazapada en los intersticios del alma. Y en tanto pasan las horas, esa presencia va haciéndose más clara, casi tangible. Es como sopor que invade la inteligencia, con un fluido sutilísimo que circulara por las venas entorpeciendo los órganos, casi como aire malsano que penetrara a través de todos los poros. No se la rehúye, porque es muy difícil huir de ella y porque tampoco quiere uno hacerlo: corre tan veloz como el fugitivo. No es dolorosa, ni siquiera incómoda. Hipnotiza, succiona blandamente. Gravita sobre los párpados, encorva la espalda, seca los labios, acibara la lengua; a veces, debilita las articulaciones, tiembla un poco en las piernas, paraliza los brazos. La cara palidece; parecen estar las manos frías y descoloridas, y aunque siga la vista distinguiendo los objetos, éstos resultan deslustrados y lejanos; con sordina suena la música, y fatiga; los perfumes ya no embriagan por su intensidad ni gustan por su delicadeza: indiferentes, a veces hasta repelen; menos brillantes los colores y siempre nublado el sol.
También se gesta la melancolía durante varios días, trabando poco a poco el alma. ¿Cuánto tiempo precisa para ello? Difícil resulta decirlo, porque a veces los amagos del estado futuro se desvanecen después de algunas horas, y otras, aumentan sin parar, hasta que dejan al hombre flotando, librado al vaivén de un mar negro. Mas, sea nube disipada pronto o tormenta que estalle, y sea el lapso que duren las sombras largo o corto, en ese tiempo se va bajando poco a poco desde la alegría, la serenidad y la lucidez discursiva, hasta la sima de la tristeza y el pensamiento vacío. En ocasiones, sólo se dan los primeros pasos y después se asciende, sin saber muy bien cómo empezó la caída y se remontó el alma, porque aparecen y desaparecen las impresiones sin intervención de la voluntad. Pero en otras ocasiones se toca fondo. Transcurrido un día, dos, tres en el pozo, se sube de nuevo lentamente hacia el aire libre, adonde se llega quizá en un tiempo similar al del descenso, quizá con mayor rapidez. Así se cierra el ciclo de la melancolía.
A menudo no se la presiente; se trabaja, se come y se duerme con la inconsciencia llamada normalidad. La torpeza que se siente a ratos cuando se actúa, suele ser vencida con un poco de esfuerzo y se distrae fácilmente la inquietud; pero, al día siguiente, la torpeza es mayor y más punzante el desasosiego. Ya resulta arduo llevar a cabo lo que se acostumbra hacer; no brotan las ideas con la abundancia acostum-brada, y el corazón, oprimido, parece aletargarse poco a poco. Horas más tarde, aunque esté el espíritu despierto, resulta difícil hablar con soltura, escribir, interesarse por algo, reaccionar; o bien la zozobra domina el alma e, impidiéndole pensar en otra cosa que en su inquietud, temor o presentimiento, fuerza a una actividad corporal incesante, que deja más agotado al individuo y más ofuscado.
Hemos dicho que la melancolía embota la mente; pero no es raro que mantenga la última su lucidez. Entonces es como un espejo pasivo que refleja todo los fenómenos de la conciencia, que conoce probablemente el remedio de su neurastenia, pero que una abulia invencible no le permite emplear los medios necesarios para zafarse del abrazo de la fiera. Y a pesar de su condición inmaterial, hállase la inteligencia completamente dominada por las mismas fuerzas ectónicas de donde surge la gana, que, por el contrario, impulsa a actuar independiente o anteriormente al querer del albedrío, o bien ata de pies y manos la libertad.
Ignoramos de dónde brota la melancolía. Quizá surja de nuestras entrañas, pero sería temerario indicar un sitio determinado. Diríase hecha en la oficina que elabora la sangre, en esta ocasión más grosero y pesado el producto; o posiblemente en el corazón, fatigado de una carrera sin término, casi máquina de movimiento perpetuo, que impulsa sin parar al dueño, ansiedad que con nada se conforma; o quizá en el punto misterioso donde se ensamblan pensamiento y vida, donde cada uno de ellos comunica al otro un momento de languidez que preludia algo distinto de la mera existencia física.

Y tampoco se sabe la ocasión cuando nace. Con frecuencia basta una palabra, gesto, lectura, sonrisa, recuerdo, idea fugaz para que se desborde esa gran marea negra que termina cubriéndolo todo. Otras veces la evocan sucesos de mayor momento, si bien no corresponde al efecto la causa. Una gestión o proyecto fracasado, un anhelo que se frustra, una carta ansiosamente esperada que no llega, un amigo que no retribuye el cariño que se le brinda, un amor que se burla, preceden a la melancolía. Esta se presenta con su cortejo de sayones admirablemente diestros para golpear y herir los sitios más sensibles. Dolores antiguos, equivocaciones, remordimientos, angustias, recelos, incertidumbre, sobresaltos, inquietudes, arrepentimiento, vergüenza, desaliento, temores, forman el cortejo de la hechicera. La memoria recuerda hechos ya olvidados, y los recuerda con todos los detalles que lastiman, con las circunstancias que hacen inexcusable el error, con la torpeza que vuelve más agudo el bochorno. Cavila la mente y saca consecuencias inesperadas, descubriendo aspectos ocultos de las cosas, Abarca de una ojeada el pasado y vaticina el porvenir. Agranda desmesuradamente las desgracias ocurridas y analiza milímetro a milímetro los acontecimientos dolorosos. No soslaya los pensamientos torturadores; los acaricia y se complace en lacerar con ellos el corazón. Hasta que, agotado el repertorio del autotormento, fijándose la mente en un solo punto que todo lo resume, cesa el discurrir, obnubilada aquélla por ese cúmulo de desgracias, igual que a veces, llevados por la curiosidad, atraen la vista ciertas enfermedades repugnantes y no podemos apartar la vista, captados por el asco.
Empero, la melancolía no necesita de pretexto, causa o funda-mento. Se plasma o esfuma con plena libertad. Se manifiesta quizá después de muchos días venturosos, que deberían haber dejado un poso de miel. O bien brota tras una espera angustiosa, pero ya cumplidos los deseos, en momentos en que todo debiera proclamar la alegría; pero, aflojada la tensión, se va con ella el regocijo y no deja nada más que un cansancio que pronto se convierte en permanente tristeza. O viene sin motivo, no se basa en ningún suceso determinado, ni es fruto del arrepentimiento, ni está acongojada por la amenaza de desgracias inminentes. Tampoco se aflige por la desventura de una persona particular. A quienes le pregunten por su origen, responde encogiéndose de hombros. Dice que es endógena y que, en realidad, nace porque penetra en la esencia de las cosas, en la raíz no de una desgracia cualquiera, sino de la vida misma. Ningún remedio puede curarla, ninguna reflexión animarla, ningún embrujo disiparla. Ella asegura haber descubierto la verdad, que no es sino dolor universal. De esta manera, abarca la vida de todos los seres; no es experiencia personal, pasajera, condicionada, alterable; es una luz implacable que no deja en la sombra ningún meandro del discurrir existencial. Conoce la miseria de los hambrientos junto a la superfluidad de los hartos; sabe de la muerte próxima de todos; tiene clara noticia de la enfermedad que se incuba en toda carne, de la podredumbre que destilan los órganos aparentemente sanos, el tedio de las existencias ociosas y la trágica equivocación de la vida laboriosa. Comprende que vivimos rodeados de los cadáveres de viejas civilizaciones, que los mismos nos instruyen, porque si queremos atenernos sólo a la novedad y la vida fresca, somos bárbaros, sin más historia que cualquier animal. Y termina llegando a la convicción en que se cifra la sabiduría: todo es vano, todo es igual, todo es inútil; nada vive, todo ha muerto o se está muriendo; todo acaba sin haber comenzado.
Por lo tanto, es la melancolía interlocutora de la muerte. Cuando la vida ha perdido su seducción, comprobándose esto mediante lo que se puede llamar no congoja pasajera, sino conocimiento claro, preciso, terminante, de la nada del mundo, pesar metafísico que nace de una intuición constante e inconfusa, se confirma por la comprensión y no deja nada fuera de ese entender, entonces sólo queda la muerte como consecuencia lógica de la aflicción universal. Lo cual no significa el suicidio de quien logre esa especie de iluminación. Significa más bien el alejamiento interior del mundo, aunque dejando subsistir todas las innumerables y complicadas relaciones del conocedor con aquél, lo cual determina una conducta peculiar, cuyo deber primordial es la enseñanza y práctica de ese conocimiento básico. De esto hemos hablado en los capítulos relativos al “pesimismo heroico”, de nuestro libro Hombre y tiempo.
Alguien objetará: si la melancolía trae consigo el hastío y la abulia, cómo ha de dar ejemplo el sabio del apartarse del mundo, enseñar ese apartamiento y, sin embargo, seguir vinculado con las personas, etc. Sin duda, esto no ocurre mientras esté la melancolía enseñando, por así decirlo: cuando el hombre se halle inerme, embarazadas sus facultades, arcilla informe de la que cabe plasmar cualquier cosa. En tal estado se encuentra el hombre prácticamente en éxtasis, fuera de sí, etimológicamente hablando. Luego vuelve a sí, y supuesto que haya interpretado con corrección su experiencia y no la juzgue simplemente estado morboso, se ve provisto de un saber nuevo, como viajero que se haya aventurado por tierras ignotas; entonces puede ser maestro en el mundo, tras haber estado radicalmente alejado de cualquier objeto o haber visto de forma inequívoca el sin fundamento de la cosas.

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