Ediición nē 14- Enero/Marzo de 2011
La Alcarria
por Paco López Mengual Quien me conoce sabe de mi debilidad por tres o cuatro de los libros de Camilo José Cela. He defendido en más de una ocasión que, al escritor gallego, en vez de haberle dado un Nobel deberían haberle dado dos: uno en cada mejilla. El de la derecha, por La familia de Pascual Duarte y el de la izquierda, por Viaje a la Alcarria.
Al igual que existen películas que no me importa repetir una y otra vez, hay un libro al que siempre regreso: ese en el que don Camilo nos describe su deambular por la comarca alcarreña. Cada vez que abro sus páginas en busca de una frase magistral, de una imagen literaria, acabo leyéndolo de forma irremediable desde el prólogo al fin; desde las tapias del Jardín Botánico de Madrid al salón del casino de Pastrana.
Reconozco que, cuando leí el libro por vez primera, sentí el impulso de echarme un morral al hombro, coger carretera y manta, y perderme por aquellos caminos de Dios. Pero no lo hice. Otra de las muchas asignaturas pendientes que a lo largo de la vida voy echando a la mochila.
Así que, hace unos meses, aprovechando un viaje a otro lugar, decidí variar el itinerario, dar un rodeo y adentrarme en el corazón de la comarca que, de forma tan idílica, nos mostrara Cela. Era consciente de que ya nada sería igual. No en balde, habían transcurrido más de 60 años desde que el novelista realizara el legendario recorrido por una de las zonas más míseras de la España de posguerra. Un viaje literario, el suyo, a contracorriente, alejado de las modas del momento, en una época en la que los escritores vagaban por lugares exóticos como Estambul o remotos como la Conchinchina.
Visité Cifuentes, Durón, Pareja, Sacedón. No encontré al buhonero que decía ser el sobrino legítimo del Virrey del Perú, al que habían robado el título nobiliario y la herencia. No vi tontos subidos en las tapias hartándose a albaricoques, ni al niño salvaje, ni a Quico y su mula Jardinera. Tampoco localicé la fonda regentada por las impecables Elena y María, que tanto hicieran reflexionar al escritor sobre las virtudes de la poligamia. Por los caminos, no me topé con Martín, el viajante de comercio que circulaba por la comarca en bicicleta, ni pude compartir un pitillo y un rato de charla con la pareja de la Guardia Civil. En Trillo, donde Cela oteó de lejos una leprosería, ahora se levanta una central nuclear, que no cesa de emitir un siniestro vapor blanco al cielo. Como hiciera don Camilo con el pabellón de infectos, yo también ojeé la inquietante instalación desde una distancia prudencial. Y enseguida reanudé el viaje.
Lo que Cela no pudo ver en el 46 fueron las aguas del Tajo apresadas en el embalse de Entrepeñas, que han inundado la Alcarria de clubs náuticos y motos de agua, de playas, sombrillas y tumbonas, de urbanizaciones de distinto pelaje.
En el deambular por la bucólica comarca de mis lecturas, y a pesar de los cambios que habían borrado las huellas del pasado, hubo momentos en el recorrido que me apeteció extender la manta bajo un chopo aislado y sentir su sombra y la brisa de la tarde, oír el canto de los pájaros o hundir las manos en un brazal y refrescarme la cara con el agua limpia del camino.
Me sorprendió encontrar pocas referencias al escritor y al libro que dio fama universal a La Alcarria: apenas alguna desgastada placa en una pared. Al parecer, los lugareños no guardan un especial recuerdo del viajero que recorrió durante semanas a pie, en mula o autobús la comarca; ni olvidan que don Camilo, hombre de formas bruscas y, a veces, hasta groseras, tuvo que abandonar por piernas los confines de más de un pueblo.
Mi viaje, como el de Cela, concluyó frente al casino de Pastrana. Estaba de pie frente a la fachada y no sé si ocurrió en realidad; pero me pareció escuchar el ritmo del bugui-bugui que salía del altavoz de un bar, mientras veía al premio Nobel, de espaldas, acompañado de don Mónico y don Paco, entrar por la puerta principal a tomarse un vermú y unas aceitunas con tripa de anchoa. Sólo entonces, volví al coche y al camino. Y, como quien cierra la última página de un libro y retorna a la vida real, regresé al itinerario previsto.
A veces, tengo la sensación de que, vaya donde vaya, no me puedo abstraer de la literatura. Su mirada lo inunda todo.
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