Ediición nē 14- Enero/Marzo de 2011
Novela negra y novela enigma
por José Luís Muñoz
Las modas vuelven, y se repiten. Se dice: la novela negra está hoy de moda. Se remarca: gracias a los suecos. No es del todo cierto aunque sí que hay que reconocer que gracias a Henning Mankel y su detective Kurt Wallander y la saga Millenium del desafortunado Stieg Larsson lo negro está de rabiosa actualidad. Pero el género negro nunca dejó de estar de moda, siempre fue un género popular con un amplio círculo de lectores y un espectro muy amplio de autores. Lo que ha podido cambiar, eso sí, es la visión que sobre él tienen los críticos que, finalmente, han dejado trasnochados prejuicios literarios y se rinden ya a lo que es una evidencia: dentro del género negro se pueden escribir obras maestras. Pero, ¿qué es novela negra?
Hay una cierta tendencia a creer que la novela enigma y la negra son lo mismo y es un error bastante común. Existe la novela enigma, que a mi particularmente no me entusiasma, porque la considero más un juego de mesa para después del té, un ejercicio muy británico, que verdadera literatura, cuyo icono más reconocido ha sido sin duda Agatha Christie y sus historias criminales que se resuelven como auténticos rompecabezas en donde los asesinos son pulcros, los crímenes apenas tienen sangre y los mayordomos pechan con casi todas las sospechas. El asesino suele ser quién menos lo parece, lo que hace fácil la resolución del enigma. Es una fórmula que invariablemente, y con éxito, utilizó la escritora británica a lo largo de su fecunda carrera.
Agatha Christie es, sin lugar a dudas, la escritora policíaca más leída, la más adaptada al cine y al teatro– La ratonera entró en el record Guinnes como la más representada del mundo –, aunque no tenga muchos seguidores en la actualidad, salvo alguna novela aislada, como por ejemplo Los crímenes de Oxford del escritor Guillermo Martínez, que aúna su oficio de escritor con el de matemático, relevante bestseller en su Argentina natal que adaptó para el cine Alex de la Iglesia, o las novelas de la octogenaria P.D. James, que considero literariamente más superiores a la de su predecesora la abuelita del crimen, con que se conocía a Agatha Christie, porque sus personajes tienen hondura psicológica, algo que brilla por su ausencia en toda la obra de la autora de Asesinato en el Orient Exprés y Diez negritos.
Dentro de este mismo saco de literatura enigma, pero con más pretensiones literarias e intelectuales, podríamos situar a Arthur Conan Doyle y su universal pareja de investigadores puntillosos formada por Sherlock Holmes y doctor Watson; las novelas policíacas de Gilbert Keith Chesterton, protagonizadas por el inefable Padre Brown, que eran extraordinariamente ingeniosas y deparaban un enorme placer su lectura; S.S. Van Dine, autor hoy relativamente olvidado, al que en tiempos pasados se leía con pasión y fruición; o Edgar Wallace, a quien el cine germano de la época adoptó llevando a la pantalla prácticamente todas sus novelas.
Muy distinta a la novela enigma, y es con la que más comulgo en mi doble faceta de escritor y lector, es la novela negra criminal, género en el que el autor suele mostrar una cierta equidistante entre el crimen y quien lo persigue, y se trata de razonar sobre las causas y las consecuencias de la violencia, lo que las sitúa dentro del terreno social; algunas novelas de este género están narradas desde el punto de vista del delincuente o desde el punto de vista del policía que traspasa la línea roja que separa sus mundos; son novelas que admiten la sordidez en aras de la realidad que retratan, que no hacen ascos de la violencia, y están habitadas por personajes marginales, perdedores, fuera del sistema, hacia los que no existe el más mínimo atisbo de piedad; novelas en las que el drama de la predeterminación y el fatalismo, el de que las cosas, irremediablemente, irán de mal en peor porque así está escrito, las emparienta con las grandes tragedias clásicas de Sófocles, Eurípides y Esquilo. A través de sus renglones torcidos el autor y el lector, por unos días, comparten esa fascinación por el mal, por lo oscuro, siguen a sus personajes por sus vericuetos de violencia y el sexo, bucean en realidades sociales sin ninguna esperanza que de otro modo no conocerían, y aquí tendríamos que reseñar como epígonos toda la novelística norteamericana que definió el género y nació en la época de la Gran Depresión: Dashiell Hammet, Raymond Chandler, James Hadley Chase y James Cain, autor de una pieza maestra, El cartero siempre llama dos veces, que entregaron el testigo luego a Mac Behn, autor de otra pieza maestra llamada La mirada del observador, Ross Mac Donald, Chester Himes, novelista negro de la negritud, William Burnett, David Goodis, Horace McCoy, Peter Cheyney, Jim Thompson, quizá uno de los autores más significativos, Donald Westlake y su A quemarropa, o la misma Patricia Highsmith con su secuela de personajes psicóticos que pueblan sus novelas tan genialmente trasladadas al celuloide por Alfred Hitchcock, maestro del cine negro y del suspense (Extraños en un tren), Wim Wenders (El amigo americano) o René Clement (A pleno sol). Una corriente en donde también se ubicaría el Bret Easton Ellis de la cáustica American psycho, una despiadada crítica al culto de la opulencia y el glamur; James Ellroy y sus novelas que son como disparos, telegráficas y concisas, o Stephen King, el mago del horror que introduce en el género matices fantásticos. Algo que también hacían, aunque de otra forma, con veleidades más literarias y hondura psicológica, Graham Greene, cuyos personajes de novela son típicamente negros; John Le Carré, con derivaciones hacia el mundo sórdido del espionaje que tan bien conoce, o el italiano Leonardo Sciascia, que establecía una conexión directa entre Mafia y política,. Una Mafia que el italoamericano Mario Puzo noveló y Ford Coppola llevó a la pantalla con maestría en El padrino. La nómina de esos autores negros sería sencillamente interminable y los autores, de lo más variado, y el efecto contagio no tendría fronteras: el polar en Francia, una potencia en el género, sin ninguna duda, con un predecesor de la altura del belga George Simenon y una nómina de autores surgidos del Mayo 68; el gallo, en Italia, o el boom de los novelistas negros surgidos en España a raíz del fin del franquismo, porque antes era difícil hablar de una serie de temas que estaban vedados.
Otra de las características del género negro es su carácter crítico con el stablishment. La novela negra es, generalmente, una novela de denuncia tan contundente como lo fueron en su época las novelas sociales de Balzac o Zola. Las novelas negras muchas veces son novelas militantes. Por ello es habitual, aunque no siempre es así, y ahí tenemos al desaparecido Mike Spillane, o a James Ellroy, que se declara conservador y bushniano hasta la medula, que los novelistas de genero negro se alineen alrededor de la izquierda y sus novelas se conviertan en feroces críticas del orden establecido, cuestionándolo, aunque no se escriban con ese fin.
En un intento de definir el género Manuel Vázquez Montalbán, sin duda uno de los intelectuales que más teorizó sobre él y el adalid de todos los que escribimos en negro de nuestro país, dijo: “Es muy difícil de explicar; es una novela basada en un hecho criminal que suscita una investigación, un viaje o merodeo literario que utiliza una retórica y unas claves formales ensayadas por una tradición de género, el cual en un momento determinado es recodificado por novelistas norteamericanos y se convierte en un referente a partir del cual el género se modifica”.
Solo diré que la novela negra es tan antigua como la humanidad, y que el primer crimen que se cometió está en La Biblia y todos nosotros, por desgracia, somos los hijos de Caín aunque nos olvidemos de ello.
*José Luis Muñoz es autor de género negro. Sus últimas libros son La Frontera Sur (Almuzara, 2010), premio novela negra Ciudad de Carmona, Marea de sangre (Erein, Cosecha Roja, 2010) y La mujer ígnea y otros relatos oscuros (Neverland, 2010)
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