Ediición nº 21 de Octubre/Diciembre de 2012

La Santa Leche

por Paco López Mengual

El pasado 15 de agosto, festividad de la Asunción, me levanté con el propósito de contemplar con mis propios ojos un milagro; un milagro de verdad: el de La Santa Leche. Las crónicas aseguraban que el prodigio se venía repitiendo cada año, durante ese preciso día, desde principios del siglo XVIII. Así que, esa mañana, ni siquiera fui a la playa. A las once en punto, ya estaba yo con la mirada clavada en un relicario expuesto en el interior del Museo de la Catedral de Murcia, con la intención de ser testigo de lo que allí sucediese.

Ante mí, y aunque cueste creerlo, en el interior de una pequeña ampolla de cristal incrustada en el centro de una suntuosa custodia de oro, plata y diamantes, se mostraban unas gotitas de la leche con las que la Virgen María amantó al Niño Jesús en una gruta de Jerusalén. No alcanzo a adivinar como lograron conseguirla; pero, aún hoy, hay santones por aquellas tierras que se acercan a esa cueva para rascar cal de sus paredes, con la que elaboran un mejunje muy eficaz contra la esterilidad. Según cuentan, la Santa Leche que se conserva en el Museo permanece en estado sólido durante todo el año, pero el día de la Asunción, festividad de la Virgen –y he aquí el milagro-, se licúa para demostrar al mundo su santidad y recordar aquel pasaje del Nuevo Testamento.

La reliquia, hoy prácticamente olvidada por los devotos, fue traída desde Nápoles a Murcia hace 300 años, donde fue recibida por una multitud que la trasladó en procesión hasta la Catedral. Durante siglos, se le dedicaron misas y repiques de campanas, pero lentamente, agosto tras agosto, fue cayendo en el olvido; y esa calurosa mañana de verano de 2012, sólo yo me encontraba ante el relicario, a la espera de que un año más se produjese el milagro.

Aunque no soy creyente, confieso que me fascina todo lo relacionado con la liturgia católica; pocas veces suelo pasar por la puerta de una iglesia sin entrar a contemplarla; me seduce el escuchar narraciones de milagros, el conocer jugosos episodios de las fabulosas vidas de los santos. Así que cuando leí en la prensa un artículo donde se hacía referencia al asombroso fenómeno, no dudé en preparar la visita.

Pero mi decepción fue grande desde el principio. En el interior de la ampolla sólo veía unas motas de polvo terroso y ennegrecido, que nada se asemejaban a lo que debió mamar Cristo en la cueva. No podría asegurar si la sustancia que había frente a mí estaba en estado sólido, líquido o gaseoso.

Tras un rato a la espera de que algo sucediese, y mientras daba un poco más de tiempo para que se produjese el acontecimiento, decidí dar un paseo por el Museo. Descubrí algunas piezas de bastante interés. Otra atrayente reliquia: un pelo de la barba de Jesucristo. El espléndido retrato de un Obispo, firmado por Madrazo. Dos magníficas esculturas del maestro Salzillo: el San Jerónimo que yo estudiara en mis libros de arte y un altorrelieve en forma de medallón, que ilustraba el momento en el que el Niño era amantado; una de las pocas muestras artísticas en la que se exhibe el pezón de la Virgen.
Al regreso al relicario, La Santa Leche seguía sin cambiar de estado. Pensé que el fiasco de ese año quizás se debiera al exceso de calor que hacía ese día; o, tal vez, a la falta de un número suficiente de espectadores para presenciar el milagro. Pensándolo bien, hubiese resultado un derroche el que se hubiese producido la licuación ante los solitarios ojos de un incrédulo agnóstico que, con seguridad, hubiese achacado el fenómeno a algún proceso científico.

El pasado 15 de agosto, festividad de la Asunción, me levanté con el propósito de contemplar con mis propios ojos un milagro; un milagro de verdad: el de La Santa Leche. Las crónicas aseguraban que el prodigio se venía repitiendo cada año, durante ese preciso día, desde principios del siglo XVIII. Así que, esa mañana, ni siquiera fui a la playa. A las once en punto, ya estaba yo con la mirada clavada en un relicario expuesto en el interior del Museo de la Catedral de Murcia, con la intención de ser testigo de lo que allí sucediese.

Ante mí, y aunque cueste creerlo, en el interior de una pequeña ampolla de cristal incrustada en el centro de una suntuosa custodia de oro, plata y diamantes, se mostraban unas gotitas de la leche con las que la Virgen María amantó al Niño Jesús en una gruta de Jerusalén. No alcanzo a adivinar como lograron conseguirla; pero, aún hoy, hay santones por aquellas tierras que se acercan a esa cueva para rascar cal de sus paredes, con la que elaboran un mejunje muy eficaz contra la esterilidad. Según cuentan, la Santa Leche que se conserva en el Museo permanece en estado sólido durante todo el año, pero el día de la Asunción, festividad de la Virgen –y he aquí el milagro-, se licúa para demostrar al mundo su santidad y recordar aquel pasaje del Nuevo Testamento.

La reliquia, hoy prácticamente olvidada por los devotos, fue traída desde Nápoles a Murcia hace 300 años, donde fue recibida por una multitud que la trasladó en procesión hasta la Catedral. Durante siglos, se le dedicaron misas y repiques de campanas, pero lentamente, agosto tras agosto, fue cayendo en el olvido; y esa calurosa mañana de verano de 2012, sólo yo me encontraba ante el relicario, a la espera de que un año más se produjese el milagro.

Aunque no soy creyente, confieso que me fascina todo lo relacionado con la liturgia católica; pocas veces suelo pasar por la puerta de una iglesia sin entrar a contemplarla; me seduce el escuchar narraciones de milagros, el conocer jugosos episodios de las fabulosas vidas de los santos. Así que cuando leí en la prensa un artículo donde se hacía referencia al asombroso fenómeno, no dudé en preparar la visita.

Pero mi decepción fue grande desde el principio. En el interior de la ampolla sólo veía unas motas de polvo terroso y ennegrecido, que nada se asemejaban a lo que debió mamar Cristo en la cueva. No podría asegurar si la sustancia que había frente a mí estaba en estado sólido, líquido o gaseoso.

Tras un rato a la espera de que algo sucediese, y mientras daba un poco más de tiempo para que se produjese el acontecimiento, decidí dar un paseo por el Museo. Descubrí algunas piezas de bastante interés. Otra atrayente reliquia: un pelo de la barba de Jesucristo. El espléndido retrato de un Obispo, firmado por Madrazo. Dos magníficas esculturas del maestro Salzillo: el San Jerónimo que yo estudiara en mis libros de arte y un altorrelieve en forma de medallón, que ilustraba el momento en el que el Niño era amantado; una de las pocas muestras artísticas en la que se exhibe el pezón de la Virgen.

Al regreso al relicario, La Santa Leche seguía sin cambiar de estado. Pensé que el fiasco de ese año quizás se debiera al exceso de calor que hacía ese día; o, tal vez, a la falta de un número suficiente de espectadores para presenciar el milagro. Pensándolo bien, hubiese resultado un derroche el que se hubiese producido la licuación ante los solitarios ojos de un incrédulo agnóstico que, con seguridad, hubiese achacado el fenómeno a algún proceso científico.

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