Ediición nº 21 de Octubre/Diciembre de 2012

Hernán cortes y una estampa indígena

Juicio de Hernán Cortés

Ideario (continuación)

XV

Juicio de Hernán Cortés

por Mario Soria
La apología o defensa del conquistador extremeño no puede basarse exclusivamente en exponer y ensalzar sus cualidades de guerrero, explorador, estratega o escritor; ni siquiera en enaltecer su capacidad organizadora de las tierras mexicanas incorporadas a la corona de Castilla. Huelga decir que tales virtudes son en general elogiables y que Cortés las tenía de forma superlativa; pero, como todas las facultades del hombre, puede éste emplearlas recta o torcidamente, y para que una persona se considere digna de mérito por sus actos, no basta sólo que sea valiente, sagaz o emprendedora, sino que lo sea con buen fin o que al menos de aquéllos actos redunde una ventaja cualquiera para los otros hombres. Los atracadores suelen necesitar coraje para cometer sus robos; mas no por eso, aunque sin negarles audacia, cabe aplaudirlos. En desarrollar la técnica han derrochado los científicos inteligencia y paciencia; pero, puesta al servicio de la destrucción, resulta esa técnica infinitamente más dañina que el humilde procedimiento con que un hondero, por ejemplo, lanza una piedra. En casos tales es de desear la ignorancia. Bossuet hablaba, en una de sus oraciones fúnebres, de guerrear contra Dios con sus propios dones. Y esto es lo que hay que determinar primero: si Cortés usó beneficiosamente del valor, la astucia y demás atributos con que le había dotado próvidamente la naturaleza; si tanta hazaña sirvió a la postre para aclimatar en América una forma de vida más humana; liberar, siquiera fuese de forma parcial, a los nativos del terror y la esclavitud; comunicar dos mundos distintos, de manera que cada uno aprovechase las ventajas del otro; establecer una moral y una política que contenían a menudo expresamente, o en todo caso los contenían en germen, cuantos derechos fueron después característica de las sociedades occidentales.

Naturalmente, no pretendemos que haya que indagar si siempre y en todos los casos procedió el gran extremeño conforme a una ética irreprochable, sin vulnerar derecho alguno. Aparte de que semejante pretensión resultaría absurda, teniendo en cuenta las circunstancias en que vivió Cortés, sostenerla significaría poco menos que canonizar al conquistador de Méjico, cosa que ni sus más entusiastas defensores se han atrevido a emprender. En cambio, lo que sí importa es algo de mayor momento: determinar si la epopeya cortesiana fue a la postre beneficiosa para la humanidad, si obedeció en cierta forma a la idea que el dominico Venancio Carro, estudioso de las doctrinas teológicas favorables o adversas a la conquista del Nuevo Mundo, llama “de la sociabilidad universal de todos los hombres”.

Haber abierto el camino a la divulgación del cristianismo, el aprovecha-miento de las enormes riquezas ultramarinas, la difusión de toda clase de conocimientos útiles relativos a la medicina, la metalurgia, la navegación; haber llevado animales de tiro, transporte y alimento, desconocidos de los autóctonos americanos, así como el transplante a aquellas tierras de la vid, el olivo, el trigo y otras especies vegetales, es uno de los asientos, y sin duda que no exiguo, que pueden anotarse en el haber del marqués del Valle, igual que en el de los soldados y exploradores que descubrían y sometían las demás regiones del continente. Pero existe también otro argumento que, a nuestro juicio, justifica de modo particular la obra que llevó a cabo Cortés. Ya fray Francisco de Vitoria, al discutir la legitimidad de la conquista, defendía en su relección de indiis, como quinto título justificativo de la presencia española en el Nuevo Mundo, la abolición de los sacrificios humanos, tan extendidos en el centro y el sur de Méjico. Textualmente afirmaba el dominico alavés que por obligación de humanidad, sin precisar de orden ni mandato de autoridad alguna, debían los españoles librar a los condenados al sacrificio, forzar a los indios a abandonar el rito homicida, si fuere necesario mediante las armas; podían “mudar los señores y constituir nuevo principado”, sin que para ello obstase que los bárbaros consintieran tal rito, pues no alcanzaban sus derechos a entregarse a sí mismos y a sus hijos a la muerte.

Que las matanzas rituales las exageraron unos interesadamente, mientras que otros las disminuían con no menor malicia, es algo obvio desde el momento mismo de encenderse la polémica sobre la conquista americana, con la publicación de los libros de fray Bartolomé de las Casas. Sin embargo, ni siquiera este acérrimo defensor de los indios contra las sevicias españolas, ignoraba las atrocidades que unos indígenas americanos sufrían a manos de otros indígenas, admitiendo, por el contrario, el derecho de intervención para proteger a los inocentes. En realidad, los conquistadores se encontraron con una práctica ya perfeccionada, pero que desde muy antiguo era corriente en la altiplanicie mejicana y en la zona de Yucatán. De los mayas había sido la guerra ocupación principal, con el fin de conseguir esclavos y víctimas; los tarascos mataban siervos en honor de sus ídolos; aplacaban los zapo-tecas a sus dioses con la sangre de los hombres y a sus diosas con la de las mujeres, etc. Esta cruenta liturgia la convirtieron los aztecas en carnicerías multitudinarias, en inacabable exhibición de cráneos, mandíbulas y esqueletos humanos cuidadosamente ordenados en recintos cuyas paredes estaban cubiertas de sangre seca, alrededor de una deidad encostrada también de sangre. Con razón pudo escribir Bernal Díaz que peor que los mataderos de reses en Castilla hedían los templos mejicanos. En Tenochtitlán, capital del imperio, inauguróse en 1487 un gran sacrificadero en honor del dios llamado por los españoles Huichilobos, el supremo de aquel panteón espantoso; y para celebrar la inauguración fueron asesinados ritualmente, durante cuatro días, más de ochenta mil hombres. Calcúlase que veinte mil personas perdían anualmente la vida en tales hecatombres. Y teniendo en cuenta que entonces eran las comunidades humanas mucho menores en número de miembros que hoy, cabe hablar sin exageración alguna del exterminio de pueblos enteros, de genocidios en la estricta acepción de la palabra, sin que parezca, además, irracional la sospecha de que las prácticas rituales y la antropofagia consiguiente tuviesen, aparte de motivos religiosos, razones políticas, como el aniquilamiento de los enemigos y la sujeción mediante el terror.

Las investigaciones históricas y antropológicas modernas han iluminado con una luz más siniestra todavía, si cabe, cuanto relataban los viejos cronistas de Indias. Del resultado de tales investigaciones indefinidamente podrían multiplicarse los ejemplos; pero basten unos pocos. Escribe el mejicano Justo Sierra en un libro sobre la evolución política de su pueblo: “Los sacrificios fueron matanzas de pueblos enteros de cautivos, que tiñeron de sangre a la ciudad y a sus pobladores; de todo ello se escapaba un vaho hediondo de sangre. Era preciso que ese delirio religioso terminara. ¡Bendita la cruz o la espada que marcase el fin de los ritos sangrientos!” El antropólogo norteame-ricano Marvin Harris, en su obra Caníbales y reyes, no vacila en asentar que en ninguna parte del mundo, en ninguna cultura aparece otra religión oficial que como la azteca estuviese dominada hasta tal extremo por la violencia y la muerte. Arte, arquitectura y rito no tenían más propósito que llevar a cabo ingentes matanzas. “Los sacerdotes aztecas –dice el autor citado- eran fundamentalmente carniceros rituales de un sistema político cuyo fin consistía en la producción y distribución de proteínas animales en forma de carne humana”. Otros etnólogos abundan en juicios similares, no faltando quienes, como el italiano Pedro Scarduelli, relacionen íntimamente, con un vínculo de causa a efecto, la rígida organización de la sociedad mejicana y la índole guerrera de su estado con los sacrificios humanos y el canibalismo.

A esta religión puso fin el régimen colonial. A un sistema cruentísimo, de cimientos, sin embargo, muy endebles, gigante de pies de barro, lo substituyó una organización política y social cuyos defectos, por grandes que fuesen, nunca igualaron las perversidades de antaño. He ahí las circunstancias que hay que resaltar para que Hernán Cortés no resulte, a pesar de panegíricos, estatuas, conmemoraciones y reivindicaciones, una especie de afortunado salteador de caminos, celebrado destructor de civilizaciones, y la labor española en Méjico, un enorme latrocinio, de esos que decía San Agustín ser sinónimos de imperio.

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