Ediición nº 21 de Octubre/Diciembre de 2012

Tres asesinos psicópatas.

José Bretón Manuel Delgado villegas "El Arropiero" Richard Leonor Kuklinski

MONSTRUOS. AUSENCIA DE EMPATÍA


José Luis Muñoz

Hay casos criminales que impactan más que otros. Hay asesinatos recientemente cometidos en nuestro país que revuelven las tripas. Los de los niñatos que asesinaron a Marta del Castillo y siguen sin dar cuenta del paradero de su cadáver prolongando la tortura de sus padres. El menor, mal llamado Rafita, que violó, atropelló y quemó viva a Sandra Palo, una pobre chica discapacitada mental, por ejemplo, y está suelto amenazando con hacer otra barbaridad. El espantoso crimen de José Bretón, sin ir más lejos, una página destacada en la historia del horror de nuestro país.

Nadie diría que es un tipo peligroso examinando su foto. Su apariencia engaña. Menudo, tímido, parco en palabras. José Bretón. Su caso ha conmocionado a la sociedad española. Todo hacía prever que se había cometido un espantoso parricidio. Pero la frialdad con que actuaba ese repulsivo Saturno, devorando a sus hijos para infligir una herida mortal, más espantosa que la muerte, a su exconyuge, sobrepasa lo imaginable. Que alguien asesine a sangre fría a sus propios hijos, niños pequeños e inocentes de corta edad, queme sus cadáveres y se muestre imperturbable, produce escalofríos. En la ficción los novelistas que escribimos en clave de género negro recreamos toda clase de personajes malvados, pero nuestra imaginación no llega para alumbrar a un personaje tan frío, deshumanizado, cruel y aberrante como José Bretón. La realidad camina siempre dos pasos por delante de la ficción.

Los asesinos más deleznables, los asesinos en serie, por ejemplo, cometen sus execrables acciones por ausencia de empatía. La víctima no es como ellos; ellos nunca se ponen en lugar de la víctima. Por esa razón pueden violarla, torturarla, asesinarla sin experimentar la más mínima piedad hacia ellas.

La historia del crimen está llena de casos espeluznantes. Hay asesinos que son enfermos, como el caníbal de Rostov que asesinaba y devoraba a sus innumerables víctimas antes de ser apresado y ajusticiado. Los hay con una clara demencia, como Manuel Delgado Villegas, El Arriopero, un asesino con una minusvalía psíquica importante, rayana en la subnormalidad, que cometió un sinfín de asesinatos, hasta cuarenta y ocho, y purgó por ello con toda su vida en las cárceles españolas.

Siempre me llamó la atención, hasta el punto de estar tentado de escribir una novela sobre su caso, el de un sicario de la Mafia que murió no hace muchos años en prisión y sobre cuya vida acaba de rodarse una película: Richard Leonor Kuklinski. Fue condenado por una docena de asesinatos. Él confesó haber matado con sus manos a doscientas personas con los más variopintos métodos. A algunas literalmente las hizo desaparecer. Era el mejor en su género. Un verdadero profesional. La frialdad con que actuaba era escalofriante. El asesinato que más me impactó fue uno que cometió el día de Navidad. Estaba el asesino en serie adornando su árbol con los obsequios, rodeado de sus hijos, cuando recibió una llamada con el encargo de eliminar a un individuo. Dejó los adornos, descendió de la escalerilla y le dijo a su esposa que tenía algo que hacer. Liquidó en pocos minutos a su víctima y la cargó en el maletero de su coche. Regresó a su casa y siguió adornando el árbol y jugando con sus hijos. Por la noche se deshizo del cadáver. Era su trabajo. De eso vivía. De eliminar seres humanos a los que no conocía en absoluto y por los que no experimentaba ni la más leve empatía. Podía teñirse las manos con la sangre de sus víctimas y, a continuación, acariciar las cabezas de sus hijos. Como los verdugos nazis que asesinaban niños judíos teniendo hijos de corta edad propios. Kuklinski se fue de este mundo en 2006, antes de ver la película sobre su vida o leer la novela que quizá escriba sobre sus hazañas. Seguramente se lo cargaron envenenándolo.

Siempre hay que distinguir al asesino que actúa en un momento de obcecación del que medita fríamente sus crímenes. Ante el primero cabe una cierta comprensión; ante el segundo, no. Estos son seres realmente espantosos, monstruos inhumanos.

José Bretón, el parricida de Córdoba, no estaba obcecado, mantuvo sin apearse su coartada, a día de hoy niega la evidencia de que asesinó a sus dos hijos e hizo desaparecer sus cuerpos por las llamas. No tuvo ninguna empatía con los que eran carne de su carne y sangre de su sangre. Seguramente nunca los llegó a querer. A un tipo de esa calaña, a un monstruo de semejante naturaleza, un autor de novela negra le reservaría justicia poética. Los jueces lo condenarán a un sinfín de años, pero José Bretón no los cumplirá porque la justicia carcelaria dará cuenta de él en algún momento de su condena: en el comedor, en el patio, en las duchas, en su celda... Él ha condenado a la madre de sus hijos a vivir, si es que puede, con un dolor insoportable, y ha firmado contra su propia persona una condena a muerte que no sabe cuando se producirá ni cómo. Quizá se anticipe a ella y se quite de en medio. Sería lo más inteligente. No tener empatía ni por si mismo.

*José Luis Muñoz es escritor. Sus últimas novelas son La Frontera Sur (Almuzara, 2010), Marea de sangre (Erein, 2010), Llueve sobre La Habana (La Página, 2011) y Patpong Road (La Página, 2012)

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