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Edición nº 3 - Junio/Agosto de 2008

El Pardal, hoy

porMario Soria

I - Invierno. Fin de año del 2002.

Ya me había hospedado en el monasterio jerónimo, hace diez años, buscando papeles de fray Fernando de Ceballos, de los que encontré gran abundancia. En cambio, eran pocos entonces los monjes. Ahora hay diez, casi todos jóvenes o de edad mediana; uno, hindú. (En Yuste, el otro monasterio de la orden, viven ocho.)

II - Muy amable acogida en la portería, de hombres y cosas. A la entrada, atrio arbolado, provisto de una amplia alberca llena de agua; desde él se divisa al fondo toda la silueta del alcázar segoviano recortada sobre el cielo. Paso a un claustrillo y después ingreso en la clausura, donde habrán de permanecer los huéspedes, monjes temporales y un poco gorrones. Comienza la reclusión en el claustro principal, cuadrado, de dos pisos, el bajo de arcos de medio punto y robustos pilares achaflanados, y el superior, de arcos apuntados, dos sobre cada uno de los inferiores. Sin ornamentación. Apoyada en la iglesia, se levanta sobre el claustro una solana de arcos adintelados, parte oriental del patio. En cada piso de éste, cuatro galerías porticadas, una por lado.

Dentro de la clausura, silencio y soledad. En el jardín del claustro principal, tres gigantescos cipreses y un enorme abeto, verticales y enhiestos los primeros, como alminares verdes. Al centro, rumor de la fuente, cuyas aguas caen por cuatro caños en un pilón, apaciguando los sentidos, igual que las fuentes árabes, progenitoras de ésta, pero la monástica purificando el alma, despertando en ella un sentido capaz de asomarse al "inmortal seguro", como diría fray Luis de León. Y Dios omnipresente. Llegado uno del bullicio exterior, diríase atronadora la presencia sin cuerpo ni palabras. Podría palpársela en la dulzura del silencio, el susurro monótono del agua, el vigor de los árboles, pese a ser invierno. Y se siente fluir el tiempo, pero no agitadamente, sino casi inmóvil, al compás del gorgoteo, como río que por su mansedumbre parece no pasar. Desde este lugar debe de ser fácil atravesar la obscura frontera que nos aterroriza.

Tal percepción de Dios en la naturaleza, similar a la que anima la arquitectura de Gaudí, especialmente la inacabada iglesia de Santa Coloma, que hubiera sido crecimiento de la tierra hasta alcanzar el cielo, y como la Sagrada familia, bosque místico. Y también análoga dicha percepción a la que asalta al viajero cuando, al despertar en su habitacioncilla de la hospedería de Cuelgamuros, frente a la entrada posterior de la basílica, se asoma a la ventana y ve delante de sí dilatarse la explanada y al fondo, dominándolo todo, la enorme cruz erguida casi como si sólo ella contara, transfigurados bosque, peñas, soportales, casas, plaza.

III- La iglesia, Santa María, gótica tardía, de época de Enrique IV. Mampostería. Nave única, alta, amplia, larga, con bóveda de crucería flamígera, pero sin tantas complicaciones los nervios y claves como los de la catedral de Astorga, la nueva salmantina, Segovia, Guadalupe. Extenso crucero. Muros blanquecinos, de los que se raspó el enfoscado y ahora muestran los mampuestos. Casi sin adornos, salvo las entradas de las capillas laterales, pórticos coronados de arcos conopiales que trasdosan a rebajados y encuadrados por jambas consistentes en labradísimos pilares. Bellísimo ingreso a la antesacristía. Abside formando medio hexágono, el cual alberga el soberbio retablo y los sepulcros de los marqueses de Villena. Dorado aquél, blancos éstos. Quizá todavía algo rígidas ciertas figuras del primero. Las capillas, desamuebladas aún. Algunas, de muy hermosa crucería flamígera. Según el monje hospedero, se habían encargado vidrieras para ellas. De retablos nada se habla hoy por hoy, tras casi dos siglos de vandalismo. Tal vez decenios futuros los aportarán.

Contemplada desde la cabecera hacia los pies la nave, se ve el gran arco carpanel del fondo, que sostiene el coro y se adorna como con festón de encaje: soberbio angrelado pétreo. Con todo, carece el templo de gracia por afuera y de ligereza: hablo de la parte que da a la huerta, muros macizos y aparentemente bajos, con los contrafuertes hundidos en ellos, horro de ornamentación el conjunto.

El ya mencionado pórtico que lleva a la antesacristía, rematado por dos arcos góticos; uno en posición normal forma la entrada, y el otro encima, invertido, tangentes uno al otro por sólo el vértice, enmarcados ambos por pilarcillos, uno a cada lado. El arco vuelto encierra otro, conopial, acorazonado, y se cierra mediante uno trilobulado. En cada segmento o vacío, santos, escudos, cardinas, ángeles, hojas de roble. Los pilarcillos, cubiertos de hojas, gárgolas, peanas, doseletes, figuritas de bulto, pináculos boceles.

IV - En general, tienen los elementos decorativos del templo y de la fábrica toda notable homogeneidad. Se repiten el rasgo isabelino y el gótico postrero por dondequiera, poniendo en el interior de la iglesia las curvas gracia, variedad y fantasía sobre la severidad de los recios y toscos paños. Incluso el estilo renaciente de la capilla mayor, por la altura, abundancia de estatuillas, notable esbeltez del retablo central, maravillosamente se coordina can los juegos geométricos que no permiten a la piedra desnuda congelarse, ni a la mirada fijarse. Esta última, desprendida de los hoscos muros, vaga por la nave, que la levanta y lleva hacia la cabecera: el Padre en lo alto y Jesucristo en el tabernáculo.

No obstante, propende la época a atenuar el impulso vertical. Hasta los arcos de medio punto suelen estar rebajados: la entrada de las capillas; el ventanal de la fachada, entre armas de los Villenas; el de la cabecera de la iglesia, flanqueado por San Felipe y Santiago el Menor. Y hallamos arcos carpaneles que ya son casi perfil horizontal en el sotocoro y la salida de la sacristía a la antesacristía, coronada la misma de una bella imagen pétrea de San Jerónimo.

Las combinaciones lineales no consisten sólo en arcos apuntados, conopiales, carpaneles, trilobulados, adintelados; ni en la barahúnda de animales, ángeles, santos, obispos, monjes, vegetales que pueblan jambas, sepulcros, arcos de ingreso, pináculos. También llama la atención la línea serpentina de lacería que forma hexágonos, cuadrados, rombos de lados curvos, pentágonos, mixtilíneos de trazo cóncavo y convexo, óvalos, círculos continuados en otros, en flores, en estrellas, unidos por dibujos que representan triángulos entrelazados, semicírculos, cuadrángulos, hasta darle al conjunto una especie de movimiento perpetuo. Dios, según la idea musulmana, línea directriz omnicreadora que arrastra en pos de sí las criaturas, sin asentar ni precisar forma alguna. Así, por ejemplo, en la caja y pie del púlpito del refectorio, y el artesonado del mismo lugar. Presentes, los obreros moriscos, gracias a don Enrique y los monjes guadalupanos. Y lo están, además de ornamentar, empleando el ladrillo de puertas, ventanas, impostas, canecillos. Antes que trajeran de allende los Pirineos los Reyes Católicos sus pintores, arquitectos y escultores.

VI - Se divide la sacristía en dos tramos cuadrados. Tenía una decoración de barroco ingenuo que cubría las paredes del recinto. La picaron en 1965, dejando la gran estancia fría y desnuda. Además, clavaron una lapidilla donde citaban a don Antonio Ponz para justificar la barbaridad. Ahora, esta bochornosa mención ha desaparecido. En el testero se han puesto cuadros referentes a la vida de San Jerónimo, mediocres; cajoneras y armarios en los muros laterales, de manera que está algo lleno el paramento. Por encima luce, aunque sin la decoración floral, también destruida en 1965, la soberbia nervadura que forma un circulo cuyos ocho radios se juntan en el centro, estando los mismos unidos por combados. De los cuatro ángulos del cuadrado proceden, apoyados en mensulitas, terceletes que alcanzan el nacimiento de los radios y están a su vez sujetos por otros combados. Cada uno de los tramos mencionados ostenta una bóveda como la descrita.

VII - Sobre el jardín del claustro principal, el cielo. Y en él las nubes, muy blancas, destacándose del diáfano celeste: leves como copos de espuma; deshilachadas; algo más espesas y cuadrangulares, a modo de innumerables mosaicos; gruesas, obscuras, casi mantas que parcialmente cubren el firmamento; sutiles, gasa que deja pasar el sol; luminosas; rotas, manchadas de azul. ¿Cuánto dura esta visión? Quizá lo que tarde yo en describirla.

La torre de la iglesia se alza detrás de la solana, vigilando el claustro. Volumen cuadrangular. Sobria, en general. No esbelta; fornida, casi jayana. Su último cuerpo, campanario, abre ocho arcos de medio punto, dos por lado, y se adorna con florones e impostas. E1 remate ostenta antepecho de dibujos geométricos, fiameros y un arco, también de medio punto y coronado de frontón triangular, vuelto hacia el monasterio. En torno de esta rigidez un poco achatada de la edificación vuelan palomas, desde los tejados del claustro mayor a la torre, trazando amplias parábolas y pareciendo, por un momento, mediante el revolear veloz y silencioso, mover todas las piedras.

VIII - Dan las celdas del albergue a un largo corredor silencioso. Se sube a ellas, primero, por una escalera granítica de altos peldaños, y después, segundo tiro, mediante una menos empinada, y mortificante; o gracias a un ascensor. Constan de dos habitaciones: dormitorio y cuarto de baño. Cama, mesa, mesilla de noche, roperito, silla banqueta, lamparilla; lavabo, taza del retrete, ducha; calefacción (¡a Dios gracias!) y agua caliente. Un par de ventanucos se asoman al barranco del río Eresma: se ven la huerta del monasterio, las márgenes arboladas del río, el agua negruzca y tranquila correr y, enfrente, ladera opuesta, la ciudad: catedral, alcázar, torres, casas, árboles. Silencio, roto a veces por el paso de un vehículo lejano o las campanas catedralicias.

IX - El refectorio, junto a la galería meridional del gran claustro, larga habitación rectangular. Bancos corridos apoyados en las paredes y delante de ellos robustas mesas. Al fondo, dos ventanales dan luz. Encima, soberbio artesonado mudéjar de tres paños, algo deslucido, castaño y dorado: filas de hexágonos de centro rehundido, formados por lacería. Flores, en el interior de los mismos. Contemplada la cubierta desde los pies o entrada de la estancia en dirección al otro extremo, se redondean los polígonos, tendiendo a unirse hacia el centro almizate y arrocabes, formando a guisa de una gran sección cónicopiramidal vista por dentro, y alargándose así todavía más el recinto. Las dos ventanas rectangulares del final, divididas cada una por dos arcos góticos, contribuyen a esa ilusión óptica, como si todo se disolviera en la luz que por ellas entra.
Esta apariencia de fundirse la habitación en la luz quizá se relacione con el hecho de estar bajo el suelo de la misma crujía por donde se entra al refectorio, galería de los difuntos, el cementerio, de modo que para ir a comer haya que pisar tumbas, algunas nombradas, de borrosa inscripción, otras innominadas, en las cuales se lee claro porx. Diríase ironía ascética: únicamente se conserva la vida para fenecer o ir al encuentro de la luz.

X - Empieza la huerta del monasterio junto a la ribera occidental del Eresma; sube, formando bancales, hasta un acantilado; salvado éste, sigue más arriba y alcanza la cima de la ladera: extensa llanada. Todo el fundo, cercado de robusto muro de mampostería.

La huerta monacal, sombra del Paraíso adámico, corresponde a una espiritualidad humilde y suplicante, que es todavía la jeronimiana, según se comprueba por las horas canónicas: lamento del hombre expulsado del Edén y abandonado en el universo hostil. Recuerda la huerta la felicidad perdida, entrevista por árboles, tierra, hierbas, agua, particularmente en primavera y verano, cuando, además de las rendijas indicadas, se abren portezuelas hacia la dicha mediante flores, frutos, frescor de las albercas, frondas umbrías. Nostalgia y consuelo. Y tal vez sea también imagen el predio amurallado del hortus conclusus, símbolo de la Virgen, vida inmaculada que idealmente se supone ser la del monje, recluido en una región apartada y apacible, donde no domina quien llamó Jesucristo "príncipe de este mundo".

En la huerta, mantillo cubierto de espesa hierba, mullida, ocultando hoyos donde se hunde de pronto el pie; terreno blando, esponjoso, poroso, casi sin piedras. Pasto de hojas largas, curvadas, cabellera de fresco color verde del genius loci. Y plantas innumerables, deliciosa materia de observación, identificación, duda, admiración. Sauces, tamariscos, pinos piñoneros, abetos, cipreses, olivos, adelfas, aloes, lirios, vides, ligustros, chopos, olmos, palmeras, laureles, magnolios, bambúes, cardos, rosales, encinas, tréboles, frutales diversos (almendros, manzanos...), moreras, alcachofas, remolachas, girasoles, retamas, hiedra, tomillo, helechos, escarolas, berros, azucenas, pepinos, acelgas, patatas, artemisas, tomates, begonias, margaritas, judías verdes, boj, berzas, coliflores, repollos, ortigas (cuya agua es eficaz contra los pulgones, como la del tabaco y las mariquitas), nogales, zarzas, reseda, malvas, achicorias, carrizos, acelgas salvajes ...

Y manando en varias albercas, agua que parece espejo por lo tranquila y limpia. Chorros que brotan de distintos caños, cubren de musgo desagües, mojan surcos, caen y se remansan en estanques donde flotan o crecen semihundidos los berros. Bocas de león o dragón de la que surge incesante un hilo cristalino que impregna la tierra sin enlodarla y se escurre invisible cuesta abajo, hacía el río. Acequia que cruza a lo largo la mesetilla central y reparte el riego cuando aprieta el calor. Humedad impalpable que, sin uno advertirlo, flexibiliza, ablanda, excita.

La espalda de la finca la forma una escarpa de rocas rojizas, agrietadas por la lluvia, erosionadas por los vientos, fríos y calores de un clima cuyo invierno baja a veces a menos diez grados centígrados y supera el verano los treinta grados. Horadado el peñascal en algunas partes por cuevas de regular hondura, que parecen morada de anacoreta. Arriba de la pared de piedra, después de trepar por escalinatas de gradas desparejas y senderitos abruptos y poco transitados, se expande vasta planicie, también cubierta de hierba espesa y verde. Por toda la extensión, pinos y frutales, amén de una.encina milenaria, conforme me aseguraron, de grueso y disforme tronco negro, gran altura, ramas voluminosas, largas, abrumadas por su propio peso, extendidas al derredor en amplio contorno. Paraje expuesto al viento.

XI - La capilla privada, donde se rezan las horas canónicas y seguramente les agrada a los monjes ver recogidos a sus huéspedes: estancia rectangular, no muy grande. A los pies, sitiales del coro. En la cabecera, una hornacina con gran Cristo de estilo gótico; a la derecha del mismo, talla de San Jerónimo, parecida a las famosas del Torrigiani, Montañés, Salzillo. Delante, el altar.

Cantan los monjes, bien entonado, un gregoriano monótono, de muy pocas variaciones. A mi escasa o nula cultura musical le parece la melodía un poco baja, débil, menos grata, variada y briosa que el canto litúrgico griego. Básanse las horas (maitines, laudes, tercia, sexta, nona, vísperas, completas) casi siempre en los Salmos, de David, y reiteran, fuera de la gloria y la omnipotencia divinas, la situación del hombre perseguido, dolorido, acongojado, que pide libertad y consuelo a Dios. Piedad completamente antipelagiana, antítesis de cualquier presunción antropocéntrica, propia de una orden contemplativa cuyo fin es apartarse del mundo, rogar por él y alabar al Señor. En cuanto a la oración de los profanos, es decir, de quienes estén fuera del santuario o, a lo sumo, en los aledaños del misma, ¿cuál ha de ser? Tal vez la más adecuada sea, primero, prestar atención a las circunstancias, curioso y admirativo el creyente y observador. Después, sosegar la vista, recoger la mente, sin meditar ni escudriñar, sin esforzarse, ni activo ni pasivo el espíritu. Irse deslizando paulatinamente, con espontaneidad, dejándose llevar hacia un estado de disponibilidad, simplemente recibiendo lo que inspiren (en este caso) la luz, la presencia de Cristo sacramentado, la imagen de la hornacina, el incienso, el canto o el silencio casi palpable, de acuerdo con la adoración que lleven a cabo los monjes, callada o vocal. Así también intenté aprehender, aunque en medio muy distinto, a Dios en ciertas mezquitas cairotas. Sólo al desaparecer ese talante de abandono, me parecen útiles meditación y oración. Y entonces, ¿qué hace uno sino balbucear, pedir salud para sí y los seres queridos, luz para la Iglesia, paz para el mundo? Y solicitar también la gracia de morir resignado, "sin dolor ni sonrojo", como dice la misa ortodoxa de San Juan Crisóstomo.

XII - Duran las comidas no más de veinte minutos. En absoluto silencio. Levantado el prior de la mesa, acabado el condumio. Viandas sin grasa ni sal. Carne, puerros, escarola, remolacha, berros, aceitunas, patatas, piña, pan integral (muy rico, tibio), vino de fabricación doméstica (engañosamente suave, de pérfida incitación a beber), sopas, fiambre, turrón, manzana, uvas, pescado, judías verdes, tomate. Por lo que se refiere a almuerzo y cena. Para el desayuno, tazón de café con leche hirviendo, acompañado de galletas, pastas, magdalenas.

Gratuitos son sustento y cama, obedeciendo seguramente al mandato divino: "Parte para el hambriento tu pan y lleva a tu casa indigentes y vagabundos" (Is., LVIII, 7). La relación de esta orden con el mundo no se efectúa mediante la enseñanza, ni el apostolado, ni la predicación, ni la medicina, ni la catequesis, ni el reparto de bienes materiales cualesquiera: se realiza mediante la caridad de la oración y dándole al peregrino posada, sosiego y oportunidad de acercarse a Dios.

XIII - Vigente, el voto de silencio para los monjes; recomendado, el cerrar los labios a los huéspedes. Con nadie se puede hablar, salvo con el hospedero y el portero, laicoPasan profesos y novicios al lado prácticamente como si uno no existiera, reconcentrados o presurosos hacia su tarea. Se los mira un poco de reojo, sobre todo si van vestidos con la sotana blanca y el escapulario pardo de la orden.

XIV - La misa conventual, de mediodía, en la iglesia, sólo para monjes y aposentados, excepto el domingo, cuando se admite al público. Totalmente iluminado el templo, refulgiendo que es un contento verlo el gran retablo mayor, dorado, y pareciendo todavía más blancos, casi radiantes, los retablos laterales y las figuras heroicas o santas que los exornan. Celebrada la ceremonia con máximo cuidado: oraciones, lecturas, andar pausado, genuflexiones, brazos en cruz, cabeza doblada, sahumerios, consagración, comunión, bendición. Inmaculados, hábitos, albas, casullas, manteles, corporales, purificador. Brillantes, cáliz, copón, patena, incensario, vinajeras, bandejas, naveta. Liturgia tan pulcra, para escasa asistencia, efectuada con tanto esmero sólo para gloria divina, siendo parte principalísima de la vida monacal.

La comunión, impartida bajo las dos especies, incluso a los laicos, si éstos no piden recibir la hostia en la mano, sino directamente en la boca.

XV - Metiendo la nariz por todos los resquicios accesibles, entro en el despacho del monje aposentador. Vasta habitación situada en el piso bajo del claustro mayor, llena de libros, archivos, legajos, un poco desordenados, en rimeros, esparcidos. Espléndidos escritorio y vitrina-armario de nogal adornados de numerosos motivos vegetales en pan de oro, y señoriales sillas y sillones de respaldo y asiento de guadamecí. Todo aquello lo creo a primera vista holandés del siglo XVII. Pero, no; proceden de manufactura indígena, del taller que hace años tenía el propio monasterio, muebles que aún se fabrican en Segovia, ciudad de exquisitos ebanistas. Yo conozco uno, cuellarano: Adolfo Gómez Chaparro. En cuanto al hospedero, don José o fray José, quitado ya el hábito, en traje civil, hombre de talla media, delgado, andaluz, cara fina, vivaz, inteligente, culto, locuaz, parece, en medio del lujo y el descuido, señor fastuoso todavía, algo irónico, displicente respecto de aquello que lo rodea: aprecio desprendido.

XVI - Claustrillo de la enfermería, antiguamente. De igual estilo, en versión modesta, al patio guadalajareño del Infantado. Piedra dorada, dos pisos, cuadrado; lo rodean cuatro galerías por planta, formadas de arcos trilobulados abajo y conopiales mixtilíneos arriba, en proporción de uno de los inferiores sostén de dos de los superiores, como en el claustro principal. Convertido en almacén de ingente cantidad de tablones procedentes no de la huerta, a juicio mío, porque no hay en ella bosques. Madera venal, entendí, renta principal del monasterio.

XVII - Soledad. En celda, claustros, iglesia, huerta. Parece deshabitado el inmenso edificio. ¿Dónde están todos? Reaparecen para rezar y comer. Tiene uno sólo compañía de su pensamiento, el cielo, la lluvia, los árboles, el espacio, la ciudad lejana. Apenas habla el agua, monótona, dulce, tranquilizadora. Soliloquio universal. En silencio se despliegan magnolios, cipreses, laureles, abetos, sugiriendo su fuerza. En el farallón, mudamente enseñan las rocas una solidez que se juzga incontrastable: de la tierra castellana y la religión. Habla el cielo con las infinitas formas y colores de los días de sol, nublados, ventosos, de lluvia: palabras olvidadas en el tráfago urbano. Pero todos estos interlocutores de alma y cuerpo están callados. Es su presencia tan discreta, que casi resulta ausencia. Soledad poblada y silencio parlante. Lamentablemente, casi no .puedo escuchar las voces nocturnas. Cubierto el cielo, duermen luna y estrellas, que deben de ser brillantísimas en la atmósfera pura de esta región.

XVIII - Tristeza de encontrar en la huerta únicamente el tocón de la morera de donde había cogido tanta fruta hace años, embadurnándome hasta los codos con la suculenta pulpa morada, manchándome la cara, empegajosándoseme el pelo por el jugo de las moras maduras que goteaba sobre mí, no pudiendo dejar yo de comer, glotón, sediento, saboreando los globulillos agridulces disueltos sin esfuerzo en la boca, relamiéndome como gato, chupándome los dedos churretosos, empinándome y saltando para alcanzar las ramas altas, salpicándome de jugo camisa y pantalones, disputando a las avispas la presa, pisando la tierra melosa por la fruta caída y deshecha, y embarrando la

suela de los zapatos para desesperación de los limpios dueños de casa, que después encontraban las huellas en corredores, refectorio y galerías. Porque como yo hacían otros. En medio del sol y el calor, aquel zumo era quintaesencia de la fruta, rasa indio, energía, medio de comunión con la naturaleza intensamente viva y vivificante. Me arrebataba un sentimiento a medias chiquillada, a medias embriaguez despersonalizadora, entusiasmo panteísta.

XIX - Sorprendentemente, San Jerónimo, uno de los mayores sabios de la Iglesia y que estuvo en el centro de la disputa protestante acerca de las Sagradas Escrituras, es poco conocido de los fieles, y sus obras mismas, salvo quizá las Epístolas, de escasa difusión. Menos famoso, sin duda, que Agustín, Domingo de Guzmán, Benito de Nursia, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, muchos doctores orientales. Designado uno de los cuatro padres de la Iglesia occidental, junto a Ambrosio, Agustín y Gregorio Magno, no se detiene la atención, por lo general, en su notoriedad. La propia orden que lleva su nombre carece de la celebridad de benedictinos, carmelitas, dominicos y demás. Formada por numerosos miembros en otro tiempo, dueña de imponentes fundaciones, no parece, sin embargo, haber sido actriz principal en la historia católica de los seis últimos siglos. Cierto que intervino para establecer en España la inquisición real y después fueron algunos súbditos suyos clamorosos apóstatas. Pero creo que no salió de la península ibérica. Ni siquiera se trasplantó a las posesiones españolas y portuguesas de Ultramar. No dio origen a ninguna escuela filosófica ni teológica. De sus hombres ilustres todos conocen a un historiador: José de Sigüenza; un polemista brioso, Fernando de Ceballos; al biógrafo de Santa Teresa de Jesús, Diego de Yepes; a Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada; al obrero mayor del Escorial, Antonio de Villacastín; a los retratados por Zurbarán y expuestos en la sacristía de Guadalupe; al músico y compositor Antonio Soler. Pero toda esta gloria, resulta más pálida que la de teólogos, filósofos, exégetas, historiadores, místicos, apologistas, misioneros, obispos, mártires, fundadores que lucen otras órdenes religiosas.

En esta comunidad, hoy muy reducida, se encuentra un espíritu de oración y sacrificio dificil de hallar en los incontables clérigos mundanos y deseosos de halagar a los poderosos. Además, su apartamiento recuerda el valor de la plegaria y la penitencia, no sólo en vista de lograr la salvación individual, sino para beneficio del mundo entero. Bien indica esta acción trascendente el nombramiento de Santa Teresa de Lisieux, carmelita que apenas salió de su ciudad natal y murió muy joven en su convento, patrona de las misiones. Similar es el caso de los monjes jerónimos, los cuales, aparte de lo anterior, son fieles a la soteriología ortodoxa, expresada por el profeta David, defendida por Agustín, Jerónimo, Báñez...Suprimida la orden en 1835, cuando la desamortización liberal de Mendizábal, le fueron arrebatados todos sus bienes. Todavía hoy la cuna de la misma, Lupiana, apenas si es algo más que recuerdo, a cuyas ruinas dificilmente pueden acercarse los turistas, ahuyentados por los detentadores.

Pequeñez actual no obstante, removiendo cenizas hallamos abundante rescoldo. La devoción a la Virgen extremeña de Guadalupe irradió desde el que fuera monasterio jerónimo y vigorosamente se arraigó en España y Portugal, saltando a Iberoamérica, como lo demuestran santuarios (por ejemplo, en Bolivia, junto al lago Titicaca) y numerosos topónimos. A mayor abundamiento, inexplicada está todavía la coincidencia del nombre de la Virgen aparecida en el Tepeyac a Juan Diego con el de la imagen cacereña. En la historia mexicana, aunque de ella corten la parte del león los franciscanos, también se ven injertados los jerónimos.

Es sabido que fue la orden restablecida en 1925 por don Manuel Sanz (fray Manuel de la Sagrada Familia). Después de varias vicisitudes que logró superar, prendió el instituto firmemente en el Parral y en Yuste. Al restaurador lo asesinaron los marxistas en noviembre de 1936, Paracuellos del Jarama.

Segovia desde el Parral.- Observatorio, la huerta conventual, sita en la quebrada que ahonda el río Eresma. La huerta, en la ladera occidental; la ciudad se encarama por la opuesta. Miro colocado en el centro del predio, a media altura entre la ribera y los acantilados de mi espalda. A los pies, los bancales de hortalizas de la finca; un poco más allá, el cercado de mampostería. Y ya fuera de la propiedad, olmos y chopos que dejan ver entre sus ramas desnudas la corriente. La vera de la misma, terraplenada en calles por las que barzonean escasos viandantes y juegan niños. Y el caudal, fluyendo tranquilo, ancho, negruzco, brillante, tembloroso de frío, levemente rumoroso. Después empieza a subir el barranco de enfrente, cubierto de chopos, olmos, pinos: gris, verde, negro a la distancia. Piedras cubiertas de verdín. Y al final, no cumbre: largo remate regular, borde horizontal donde empieza la llanura. Panorama que se extiende desde el alcázar hasta la escuela normal. Dilatado horizonte que no puede abarcarse de una sola mirada.

A la derecha, el castillo: torre de don Juan II, cuadrangular, algo chaparra; techumbres de dos aguas del cuerpo del edificio; las cúpulas de la torre del homenaje, sus cubos y los coronamientos o cupulillas a modo de sombrero de dama medioeval. Moviéndose los ojos hacia la izquierda, la torre de la catedral, envuelta por monstruosa protuberancia de andamios, de arriba abajo. Y la cúpula del templo, lindísimo hemisferio vigilado por pináculos, escamoso como en Zamora y Salamanca, alzando su airosa linterna coronada por la cruz. Torres de San Esteban y San Andrés, esbeltos paralelepípedos románicos, quizá venidos de Gubbio; perforados por ventanas seriadas, dos o más conjuntos. A través de las cuencas vacías de vanos convertidos en ojos, observan las torres a quien las observa, mirando ellas con pupila escondida en el fondo. Italia conservó la sencillez de la línea. En España se decoran estas fábricas de suntuoso penacho o peinado pizarreño: buhardillas, pirámides de lados rectos o alabeados, enteras o truncadas e imbricadas unas en otras, ochavos, bolas, flechas, cruces.

Todo el conjunto urbano parece ascender por la cuesta: árboles, casas, calles que serpentean hacia arriba. Esfuérzanse las casas en trepar unas sobre otras: ventanas, balcones, solanas, muros encima de muros, aleros, tejados que se arraciman y contienden por el espacio y la luz. Fachadas de tres, cuatro, cinco pisos; edificios macizos, a veces casi torreones, hogares fortificados. Con todo, conserva cada construcción su volumen propio: bien delineada, distinta de las yuxtapuestas; unida a las demás, aunque personal.

Se caracteriza el perfil de la ciudad por el cuerpo y el tocado de las torres, pizarra el último, de donde, más alto todavía, se alzan cruces y veletas. Porque las viviendas, después del esfuerzo ascendente, se detienen, emperezadas, extendidas, echadas, dejando que descuellen linternas, pináculos, agujas, casquetes eclesiásticos, de los que suben unos y parecen otros, fijos, atalayas o faros del cielo.

Colores del paisaje: verde, gris, blanco, ocre, pardo, de teja, amarillento, negro, verdinegro, parduzco: árboles de hoja caduca o perenne, río, márgenes del mismo, sillares y mampuestos, techados, chapiteles, murallas de cantería, caminos, calles, sendas herbosas, algún campanario de espadaña.

Y junto a la obra humana se empinan los árboles. Dan sobre todo los chopos invernales el compás: de ramas gráciles, tronco delgado y largo, sin hojas que distraigan la vista; verticales; grises, blanquecinos, pareciendo a lo lejos candelabros de innumerables brazos. Lo han dejado o perdido todo. Sólo les queda estar erectos, aplomados entre cielo y tierra, pura forma ascendente, lo mismo jóvenes que añosos: vegetales místicos que diríase sufren la influencia del cercano sepulcro de San Juan de la Cruz y el espíritu de las nadas, típico del carmelita. Nada conservan, excepto, durante el hielo, la promesa de savia para la primavera.

Todo lo arropa el cielo invernal, amenazando lluvia: blanco, gris perla o fumoso. A ratos, el sol, pálido, en contraste con nubarrones de color gris azulado. Nubes de nombres sabios o populares, intuitivos, certeros, mas que poco suelen decir sin que se describa lo designado: cirros, estratos, nimbos, cúmulos, borregos, gatas, arreboles... Moviéndose perceptiblemente, velas de la brisa; inmóviles largo rato, diseminadas, claras, obscuras, desflecadas, ralas, espesas, apelotonadas, tersas, translúcidas, rugosas a la vista, sin forma, tapiz de distinto grosor, pellas de humo fugitivas de un incendio, son la parte interna de una esfera inmensa que gira y gira sin cesar.

Desde la huerta, es la ciudad a guisa de cintura de casas contrapuestas a aquélla: lo urbano, concreto, ahincado en el suelo, material, racional, en contraste con la tierra fértil, casi impredecible por sus gérmenes, bullente de fuerzas misteriosas, madre de vida multiforme, de vida penetrante como agua, flexible, encogida o dilatable sin término, anidada en hendiduras, tenaz, dividiendo peñas, hinchiendo cualquier vacío. Y también es la ciudad lo exterior de un mundo cerrado, donde se aísla el alma, lejos de afán y ambiciones. Pero, al mismo tiempo, como no está Dios del todo ausente de la población tradicional, de sus plazuelas, palacios, templos, callejas adivinadas, es el panorama urbano complemento del silencio y la paz, susurro y ajetreo que se entreoyen y no perturban, prisa y ruido que vuelven más placentera la calma, artificio que todavía armoniza con la espontaneidad de la naturaleza.

Si uno sube hasta la llanada superior de la huerta, se amplia el paisaje, integrándose en él la propia finca casi en toda su extensión. Delante, árboles que disimulan repechos, declives bruscos, zanjas, rampas semiescondidas por mil plantitas rastreras; vista que acaba chocando con el límite amurallado. A la derecha, el ábside de la iglesia, al que llegan los ojos tras vagar por praderitas, breñas y cuestas. Semiocultas en las fragosidades, dependencias del monasterio. Y al fondo, llenando todo el círculo de la visión, la villa segoviana, también ella siendo parte de la tierra rota, el cielo, la distancia que se escapa por los extremos de la escena, azulada.

Menos profundo el barranco, menos caudaloso el río, menos esparcida la población, menos confusos los contornos, menos ostentosos los edificios notables que en otra ciudad barranqueña, Toledo, más cercana también por ello Segovia al espectador, éste acorta hasta cierto punto la lejanía, se aproxima a las casas, casi le es posible diseñarlas sin error y hasta conocer a sus eventuales moradores, su carácter y costumbres. Es la ciudad del Eresma (y el Clamores) suma de individualidades distintas, encaramadas por una ladera, alineadas, no tanto brillante capital al azar diseminada por planicie, altozano, recuestos, entre despeñaderos, al lado del río negro o verduzco, bajo nubes que son a veces de cobre y cielo donde se insinúa el color rojizo de la tierra gredosa. Es neto el azul del firmamento segoviano, particularmente en primavera y verano; y cuando lo nubla el invierno, se atenúa, desaparece, no se enturbia la luz. Y todavía se pregunta uno si en los cigarrales y lomas toledanos se advierte, como en la huerta jerónima y la circunferencia de que es ella centro, siquiera a modo de ráfaga furtiva la presencia de Dios por estancias, corredores, patios, tierra, jardines, sementeras, olivares, o si todo se reduce al silencio, cuando lo hay, más intelectual que místico, al necesitado por el escritor de tejas abajo, estilo de don Gregorio Marañón.












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