Ediición nš 11 - Abril/Junio de 2010
Desmitologizar
Desmitologizar
por Mario Soria
Desmitologizar, tan en boga hace unos años, tiempo del teólogo Bultmann, supone dos aspectos. Primero, siendo por definición un redescubrimiento de la verdad, entraña el ser posible conocer la realidad oculta debajo de una florescencia fabulosa. Segundo, tiene como condición previa la existencia de un mito y el camino que a él lleva, las circunstancias que lo han forjado. Es, por consiguiente, un concepto negativo que, sólo examinando la condición en que se funda, cabe aclararlo.
Respecto de la capacidad cognoscitiva que acabamos de mencionar, no entraremos a discutirla, porque eso significaría meternos en un berenjenal epistemológico, cosa que no parece aquí pertinente. Demos por sentada la capacidad de aprehender la verdad y de disipar las nubes que eventualmente la hayan cubierto.
En cuanto a la palabra “mito”, tiene, a nuestro juicio, dos sentidos: uno se refiere a las historias fabulosas, especialmente religiosas y heroicas, que florecieron en la antigüedad (Hércules, Prometeo, el vellocino de oro, los titanes y su lucha contra los dioses, el nacimiento de Venus, etc.); el otro arranca de un origen moderno y designa más que una historia o hecho fantástico, el proceso por el cual se transfigura una persona, suceso, objeto, país o cualquier circunstancia, así como el resultado del mismo. De ahí que mito sea en general una concepción fabulosa o falsa que puede apoyarse en una base real, pero está cubierta de toda clase de adherencias imaginativas. Y desmitologizar signifique descubrir la verdad escondida o poner de relieve la falsedad de la concepción mítica.
Observando el modo en que se mitifican hechos modernos, podemos concluir que un procedimiento análogo formó los mitos antiguos, si bien éstos se presentan constituidos de tal manera, que apenas conservan ya vínculo alguno con la realidad. Interpretarlos resulta -como veremos- muy difícil, obra a la vez de reflexión, investigación, ingenio e imaginación.
En general, la mitologización falsea la verdad con elementos fabulosos. Esto, sin embargo, puede aplicarse a cualquier mentira, no estrictamente a la creación de un mito. Señalemos, pues, que la mentira niega una verdad, como si alguien afirmara haber venido quien no vino, o a la inversa. Pero esta falsedad tiene casi siempre un alcance muy reducido, siendo de ámbito privado. En cambio, el mito, sea que niegue un hecho real o lo cree, haciendo pasar una invención por suceso efectivo, formándolo ab ovo; o lo exagere; o lo deforme; o añada circunstancias irreales, etc.: tiene el mito duración, influencia y contenido incomparablemente mayores que cualquier mentira, por grave y hábil que ésta sea. Para acreditarse un mito, no cuenta la verosimilitud, supliéndola credulidad, sensibilidad, afectos, goce estético, tontería y demás.
Parecería provenir el mito sólo de tiempos antiguos. Sin embargo, mitificamos igual que las hazañas de Hércules, la historia de Isis y Osiris, el sacrificio de Dionisos o la gesta de Rama, personas y eventos contemporáneos nuestros, cuando contribuyen a ello la pasión política, la propaganda, una mentira hábil y sistemática, la ignorancia. Entonces, sucumbe la verdad, aplastada por el mito sabiamente urdido. Es lo que ha pasado, v. gr., en España con el gobierno de Franco. En Europa, con la intervención norteamericana durante las dos guerras mundiales; con la dictadura leninista, diferente -según los mitificado-res- de la estalinista. En Asia, con la “gran marcha” maoísta. Y podríamos seguir indefinidamente citando casos.
Vale la pena mencionar al respecto la exaltación mitificadora de biografías y epopeyas donde el protagonista es dechado de virtudes morales, religiosas o militares; comete algunos errores, pero derrocha heroísmo; vence adversarios a porrillo, es paciente en la desgracia, perdona a sus enemigos. El cine norteamericano, especialmente en sus películas bélicas, tiene mil muestras de mitificación envilecedora. En ellas, los enemigos de Estados Unidos siempre aparecen como auténticos demonios o como tontos de capirote, sufren una derrota tras otra, lamentan por miles sus bajas, mientras que los buenos las cuentan con los dedos de una mano. No hay más que recordar las cintas de vaqueros y pieles rojas, donde la expoliación y la matanza de los nativos se envuelve con la delicada gasa del amor y el heroísmo. Y así ha quedado esa infamia convertida en gesta civilizadora.
Transfiguramos aquello que, por una causa u otra, nos parece importante. No se nos ocurre mitificar a un policía determinado, mientras no haga o no le atribuyamos algo de extraordinario; ni a un soldado que se limite a hacer guardia; ni a un obrero que acuda al trabajo igual que todos sus compañeros; pero si cabe hacerlo con una especie de policía típico, con el ejército como almáciga de héroes, con el proletariado por entero, encarnación de tales o cuales virtudes humanas y políticas. Del mismo modo, no exaltamos lugares triviales, ni hechos vulgares, ni personas ordinarias, sino lo que por su rareza, su lejanía, su hermosura o fealdad extrema llamen nuestra atención. El mito es como el teatro: necesita distancia para desarrollarse. No se nos ocurre que en nuestro domicilio suceda algo sorprendente; casi ni siquiera en la población donde vivimos. Sin circunstancias extrañas no nace la ilusión. La distancia de que hablamos no es espacial ni cronológica: es psicológica y cultural; mediante ella cambia de figura lo cotidiano. Muy difícilmente se es profeta en la patria de uno.
Teniendo, además, en cuenta no ser el mito siempre resultado de un proceso deliberado y consciente, como el nacido de la propaganda política, por ejemplo, aunque participen en la creación o formación propósitos muy determinados; también interviene en la formación del mito el inconsciente colectivo, vale decir, tendencias, aficiones, convicciones, repugnancias, supersticiones, creencias de toda clase por las cuales se mueve una sociedad. Y a menudo también, los mitos modernos se fundan, sí, en la obra meditada de personas o grupos influyentes; pero también aprovechan los muñidores, para lograr su fin, desarrollar esos impulsos latentes por debajo de la conciencia de individuos y grupos sociales.
El mito antiguo revela muy difícilmente la verdad primitiva. Está sujeto a toda clase de interpretaciones filosóficas, políticas, religiosas, sociales, astronómicas. Su forma y su contenido se han incorporado a la cultura del pueblo correspondiente, a la vez que son producto de esa cultura y de su concepción característica de la vida. De este modo, la ficción ha adquirido una entidad peculiar y resulta imposible determinar qué es verdad y qué es fantasía en el ciclo de Hércules, por ejemplo. El nacimiento del héroe, sus luchas, amores, muerte y glorificación, ¿corresponden a un solo personaje o sintetizan muchas narraciones de protagonistas distintos? Valiente, benefactor, atrevido, enamoradizo, desgraciado y al final glorioso, ¿fue el hijo de Júpiter un hombre auténtico o sólo expresaba el ideal de algunos pueblos antiguos? El remoto origen de la leyenda hace imposible resolver la dificultad, al menos mediante el sistema de distinguir rígidamente lo real de lo inventado. Y en cuanto a la hermenéutica, ésta emplea, según la moda de la época, la filosofía, la arqueología, la psicología, la mitología comparada, la historia, la sociología para desentrañar el enigma, forjando especulación tras especulación.
En los mitos modernos resulta más fácil discernir la verdad. Al analizarlos, no siempre nos topamos con un mito ya hecho, sino con una leyenda que crece continuamente, a veces delante de nuestros propios ojos, o que está sometida a toda clase de críticas. La mitificación, como lo indica la etimología de la palabra: mythum facere, está siempre inconclusa, in fieri. Esto nos permite rastrear las etapas de la formación.
La forma de concebir el mito es, conforme ya dijimos, un proceso simultáneo de exageración y abstracción. Concretando un poco más lo que observamos hace un momento, imaginemos un explorador o descubridor. Sus hazañas lo han hecho famoso; ha contribuido extraordinariamente a aumentar el poder y la riqueza de su país. En sus proezas hará hincapié el vulgo. Su vida entera se la hará girar en torno de aquéllas; será como una larga preparación de las mismas y culminará con ellas. Se atribuirá al héroe una sagacidad y una energía excepcionales, así como concepciones geniales que luego se traducirán en hechos esclarecidos. Nadie apreciará el papel de la casualidad. Todo parecerá estar trazado por una providencia benévola, de la cual es el prócer a la vez instrumento y encarnación. Las circunstancias que forman la vida cotidiana apenas se mencionarán, como si el gran hombre no hubiera nunca comido, ni sentido sueño, ni estado enfermo, ni jugado cuando niño. Cierto es que la historia sólo se ocupa de sucesos relevantes y de los protagonista de los mismos. Pero precisamente por esto constituye uno de los mitologizadores más importantes, incluso cuando denigra a un personaje o pretende arrebatarle sus florones. El mero considerarlo asunto de su estudio, de disponer según cierto modo la materia que va a examinar, de descuidar un sinfín de circunstancias y exaltar otras, convierte al hombre en superhombre. Advirtamos, además, que cuanto hemos dicho de una persona es aplicable a los hechos que, excepcionales o importantes, se denominan acontecimientos. Siendo asimismo aplicable, aparte de la historia, a otras ciencias, como la sociología, arqueología, paleontología, etc., porque, desde el momento que se aísla un suceso o se prescinde de alguna de sus características, ya se desfigura la realidad, que es precisamente en lo que estriba el mito.
La mitologización (salvo cuando falsea deliberadamente la verdad) es un intento de comprender lo real. No se exalta una persona, cosa o hecho a humo de pajas o por puro placer estético. El enigma que encierra un acontecimiento o un personaje muy notable, parece aclararse mediante una serie de consideraciones. Si en una época determinada abundan artistas y escritores, brillan los políticos, crean reinos los generales afortunados, florece el comercio, discuten los filósofos, intentamos explicarnos tal conjunción de sucesos notables. En primer lugar, personificamos ese tiempo denominándolo de forma inequívoca; a continuación fijamos sus límites, distinguiéndolo de cuanto lo precedió y lo seguirá; después, encontramos en él ciertas características que nos parecen ser causa de la sorprendente riqueza de acontecimientos; por último, convertimos esas causas presuntas en clave de nuestra explicación, desechando otras peculiaridades del período. Piénsese, por ejemplo, en la concepción que del renacimiento propugnaron Burckhardt y Víctor Klémperer, contra la que patrocinaban Pastor, Pfandl, Ricardo García Villoslada y otros. ¿No son ambas parciales, discutibles, subjetivas, incapaces de agotar la realidad, pero tan exclusivas que no admiten rival junto a sí? ¿Meros instrumentos simplificadores para facilitar, no tanto el conocimiento, sino la familiaridad con un asunto? Esa unilateralidad que pretende subsistir a costa de las concepciones opuestas, igual que los sultanes turcos mataban a sus hermanos, es el mito del renacimiento humanista, parejamente acristiano o anticristiano, constructor de iglesias o de santuarios paganos, individualista, continuador de la tradición medioeval, amoral o inmoral, laico, reformador, mundano, religioso, etc., términos hostiles unos a otros, incompatibles, siendo así que, en verdad, lo que se llama renacimiento es un batiburrillo de todas esas cualidades y mil más. Sistematizándolas, prescindimos de muchas de ellas, sin otra justificación que un criterio apriorístico. Y no menos falseamos el tema tomando como elemento caracterizador un aspecto ya desarrollado e inconfundible, y pretendemos rastrearlo en todo el período que más o menos antojadizamente hemos acotado y denominado. Especulación rígida, espíritu de sistema, más que atención a la realidad. Porque, sin ignorar novedades y tendencias peculiares, si no se quiere ser arbitrario, hay que enumerar y variar sin tregua los elementos descritos (caso siempre del renacimiento), como lo hacen Felipe Monnier y Audrey Bell, por ejemplo. Así se conoce certeramente una época. Pero, ¿existen realmente las épocas? El susodicho intento de comprensión no tiene, ciertamente, nada que ver con una fama artificialmente creada, como es el caso de los actores cinematográficos, cantantes, deportistas, políticos, etc., de todos los cuales suele enaltecerse una cualidad real o inventada que resulta prodigiosa a fuerza de repetirla. Obviamente, tal fama no es más que un producto de la propaganda y la publicidad, pasajero y frágil, destinado a que lo substituya otro producto similar, en cuanto el primero haya agotado su efectividad comercial. El mito, en cambio, es algo permanente, de difícil olvido, acreditado en buena parte por su propio contenido y al que con frecuencia la sociedad entera, los sabios igual que los ignorantes, han contribuido a forjar con una labor callada, muchas veces imperceptible hasta para sus mismos autores.
Como las características del mito son lógicas, forman una especie de estructura bien trabada, no resultan, conforme a una interpretación sistemática, contradictorias las unas respecto de las otras. Además resumen la multiplicidad de lo real en pocos rasgos: mitificar no es más que conceptualizar o abstraer.
Conforme a la creencia vulgar, ambos conceptos son diversos, si no antitéticos. Mitologizar, ateniéndonos a dicho prejuicio, significa deformar la verdad y es una de las formas de la mentira; en cambio, cuando uno racionaliza algo lo comprende, aprehende la verdad, que se revela al entendimiento en forma de abstracción o como generalización. Pero, ¿no significa lo mismo, en el fondo, y no obedece al mismo procedimiento hipertrofiar la fuerza de voluntad, el valor militar o cualquiera otra cualidad, hasta hacerla predominante y absorber, por así decirlo, las restantes características de una persona, que poner unilateralmente de relieve una tendencia social, la idiosincrasia de una nación, las peculiaridades de una raza, incluso las necesidades más elementales del hombre, como la de refugiarse bajo techo, alimentarse dormir, procrear? Y respecto de los hechos, delimitarlos, desechar los heterogéneos, reunir los semejantes, sistematizarlos, sintetizarlos, hacerlos servir de prueba para tal o cual teoría, buscar de una época lo que llaman los alemanes “espíritu del tiempo” (Zeitgeist), ¿no es, asimismo, formar una mitología, comparada con la cual resulta mucho más entretenida e instructiva la vida de Rama o los avatares de Krishna?
Se objetará que la mitologización tiene como resultado una especie de ser colosal o de suceso imaginario que ninguna relación guarda con el fruto de la abstracción, sobrio y reducido a elementos generales. Aquél es producto más bien de la fantasía y la sensibilidad poética; se presenta como creencia religiosa, epopeya, ideología política; en él se siente bullir la vida, aunque alterada, con toda su complejidad. En cambio, el otro consiste en proposiciones impersonales que se atienen sólo a lo esencial, y procede de una reflexión de donde cuidadosamente se han excluido cualquier influjo de la imaginación, el instinto religioso, las pasiones. Pero, ¿cómo sostener que las generaliza-ciones son otra cosa que personalidades titánicas, mitos modernos aunque dotados de nombre abstracto, semejantes a esos personajes del teatro antiguo llamados “Fe”, “Pecado”, “Hombre”, “Naturaleza”, etc.? ¿Cómo ignorar que en ese gigante cosas, personas, acontecimientos, tiempo, espacio son como las células indiferenciadas de un cuerpo ingente, que no viven sino por la vida del inmenso conjunto? Basta, si quiere darse uno cuenta de ello, reflexionar en cómo se habla de la revolución, el progreso, la burguesía, la humanidad, el estado, la raza, el proletariado, la sociedad, la democracia, etc., y se advertirá que lenguaje y pensamiento se refieren a entidades muy definidas, inmateriales sin duda, pero tan ciertas para quien las venere como una piedra o un árbol. Hasta la escritura abona esto que decimos, porque a menudo se designan con mayúscula estos mitos, lo mismo que si se tratara de Pedro o de Juan. De tal forma se deifican el zurriburri democrático y cualquier clase de demagogia.
En cuanto a la falta de pasión que acompaña a las abstracciones, nada es, a nuestro juicio, más falso. Así como el corazón tiene sus razones peculiares, la razón tiene su borrachera, su afán de abarcarlo todo y de cercenar cuanto de ella escape. La razón puede ser crudelísimo Procusto. Novalis decía de Espinoza que era un hombre ebrio de Dios; más bien debió decir que lo era de raciocinios, poseído del vértigo de la deducción. De otra parte, las teorías, incluso las aparentemente más serenas y objetivas, están animadas, si no del deseo de refutar tal o cual concepción rival, sí del afán y la presunción de agotar la realidad, y, lo que es aún más grave, hállanse convencidas de que, usando determinado método y obedeciendo a ciertos principios, se llega indefectiblemente a la verdad. Por lo tanto, quienes se opongan a dicha forma de conocimiento y la combatan, son ipso facto enemigos de la verdad. En todo esto, ¿habrá quien sinceramente crea no mediar pasión alguna? El lógos no es más que un páthos hipócrita.
Así, el mito de las especulaciones, inferencias y discursos, generaliza sólo en apariencia, porque, partiendo de seres concretos, llega a otra forma de concreción, basada en el pensamiento, pero en ocasiones mucho más firme y resistente que la dureza, el peso o la densidad de la materia. Teorías económicas como el liberalismo, filosóficas como el materialismo dialéctico, antropológicas como el racismo nacionalsocialista, sin hablar de las concepciones que alumbró la revolución francesa (“nación, “patria”, “pueblo”, etc.), son incomparablemente más reales para sus adeptos que cualquier suceso real. El propio ser de cosas y hombres depende de ellas; lejos de constituir el mito sombra y reflejo de la verdad, ésta se convierte en una especie de eco o resonancia del primero. La efectividad mitológica es incomparablemente mayor que la de cualquier hecho natural. No es la naturaleza la que influye en el mito, sino el mito quien crea, mueve, destruye y recrea a aquélla.
Ahora bien; si mito fuera sinónimo de semifalsedad y si toda mitologización no fuera más que racionalización, la inteligencia no haría otra cosa que mentir y equivocarse al abstraer, generalizar, deducir, etc. Sólo sería válido el conocimiento sensible o, mejor dicho, la mera impresión, a despecho de ser el conocimiento, incluso el más superficial y pasajero, síntesis de sensación e intelección, de elementos captados de forma consciente, y de elementos que pasan inadvertidos o los desecha la inteligencia. Parece lógico el resultado; pero es, a todas luces, excesivo, ya que significaría la superfluidad de cualquier conocimiento que no fuera, como hemos dicho hace un momento, sensación inelaborada y fugitiva, de la cual no cabría concluir nada, ni siquiera que correspondiese a un ser determinado.
Advirtamos, ante todo, que hasta el objeto más común es extremadamente complejo. Por lo general, no lo conocemos sino de modo muy rudimentario y, con frecuencia, es la utilidad del mismo lo que nos llama sobre todo la atención. Cosa análoga cabe decir de un suceso cualquiera, compuesto de incontables circunstancias, de las cuales apenas si aprehendemos las más groseras. Al mitificar falseamos lo conocido, pero no tanto porque le demos caracteres de los cuales carece, sino sobre todo porque rompemos esa especie de equilibrio ontológico en que consiste una cosa real y exageramos unas propie-dades a expensas de las restantes. Así -aduzcamos otra vez el mismo ejemplo-, de un personaje que fue valeroso en ocasiones y débil en otras, omitimos las claudicaciones y exaltamos sólo actos meritorios, como si durante toda la vida del sujeto de marras hubiesen estos últimos prevalecido. Conocer la verdad (y, por ende, rechazar el mito) significa, pues, aprehender los elementos en equilibrio de algo, y aunque la limitación del entendimiento impida captar todas las características de una cosa, el cognoscente, no excluyendo a priori ninguna, por lo menos se aproximará a la realidad completa.
De los elementos que, por parte del sujeto, intervienen en el proceso cognoscitivo, (sensación, concepto, imagen e intuición) es necesario no prescindir de ninguno, si se quiere lograr el equilibrio que señalábamos y evitar las exageraciones mitológicas. El conocimiento adecuado debe reflejar una realidad que es simultáneamente sensible, inteligible, imaginable e intuible, es decir una entidad que perciben los sentidos y cuyos elementos inteligibles conoce al mismo tiempo la mente. Entidad de la cual puede la razón abstraer ciertos caracteres generales, posee una gran cantidad de peculiaridades inadvertidas que únicamente la fantasía evoca, y tiene, además, una esencia o núcleo ontológico que se capta mediante la intuición y la inteligencia. Todavía cabe conocer el objeto mediante la fe, que es como la aprehensión total e instantánea de una infinitud; pero como aquélla es un don extraordinario, no está en nuestra mano el tenerla y se nos da de gracia, no nos paramos más en tratarla detenidamente.
El conocimiento adecuado es en cierta forma artístico, puesto que se funda en una combinación de elementos o, mejor dicho, en la disposición armoniosa de todos ellos. El criterio será en cada caso distinto, porque ha de depender de la intuición del cognoscente y de la relación que este último tendrá que constituir. Se trata, por lo tanto, de establecer síntesis, parecidas, si se quiere, a la concepción de las estatuas griegas antiguas o a la índole de los dioses homéricos: cierta sobrehumanidad no desfiguraba el cuerpo, sino que brotaba de él y, le daba una hermosura peculiar. Este equilibrio se encierra en una especie de finitud perfecta, como en un círculo. Sin embargo, puesto que hemos hablado de la fe, indiquemos que a ésta le corresponde otro equilibrio distinto, donde la combinación de elementos no compone una armonía, sino una desproporción buscada que sugiere la infinitud, igual que si fuera un expresionismo a lo divino. Se intenta, pues, reflejar el carácter inagotable del objeto conocido, mediante la hipertrofia de una cualidad significativa. Tal es el caso de la filosofía ejemplarista cristiana. Volviendo al principio, la desmitologización, que teóricamente es un conocimiento más adecuado, debe restablecer el equilibrio, encontrando de nuevo la disposición natural de una persona, suceso o cosa. En cada ocasión habrá, por un sabia combinación de pensamiento, fantasía y sensibilidad, que hallar los elementos perdidos, devolver su lugar a los desplazados, eliminar los extraños, postergar unos sin anularlos, poner de relieve otros. Habrá que imaginarse el objeto conocido, sea cual fuere, no inmóvil, aislado, muerto o despersonalizado, sino vivo, como planta en el bosque o pez en el agua. La mente deberá captar el presente, pero intuir también lo que será y escudriñar lo que fue. No pretendiendo hallar evolución alguna, en el sentido de un progreso ontológico dependiente del tiempo, sino anudando una historia que lo mismo puede ser de crecimiento que de decadencia. Experiencia, testigos, documentos de toda clase, pruebas científicas, etc., aportan su grano de arena para conocer la verdad; pero no es lícito ignorar otros factores, procedentes de la fe, la intuición, la convicción, los sentidos corporales. El sol puede ser, conforme a la hipótesis heliocéntrica, pivote de nuestro sistema planetario; pero también es el dios hermosísimo al que el emperador Juliano dedicó un himno grandioso. En este proceso la inteligencia actúa como quien contempla una estatua de mármol, la ve formándose, adivina los sentimientos ocultos del escultor, gira en torno de la obra, la imagina en movimiento; no procede como el físico que reduce el mármol a bloque: línea, volumen y peso. Más bien que analizar, observa, admira, sintetiza y compone; acopia, no empobrece. Su función no es disecar; intenta que fructifiquen las semillas de verdad esparcidas por doquiera.
La aprehensión de la verdad no se obtiene separando por anticipado lo mítico de lo científico, e incluyendo en la categoría primera todo cuanto no proceda del determinismo de las leyes naturales o de la experiencia. Tampoco se la capta convirtiendo en meras ideas sin savia ni calor los elementos poéticos y religiosos, desvirtuándolos, interpre-tándolos de modo que signifiquen algo completamente distinto de su sentido original. Menos todavía se llegará a la verdad rechazando por sistema determinados hechos, considerándolos inacaecidos como tales. Este es el caso de un milagro, tildado por principio de patraña o juzgado producto de fuerzas físicas que un día cabrá conocer con la misma certeza que la refracción de la luz o la dilatación térmica de los cuerpos. Ciertas tesis filosóficas pretenden ser todo el conocimiento antiguo (salvo las matemáticas y el fundamento que entonces se puso de las ciencias naturales) un conjunto de errores e ilusiones, como si los sabios de entonces no hubieran podido discernir verdad alguna ni los de hoy cupiera que se equivocasen. Con tamaña impedimenta de prejuicios, es tan difícil acercarse a la realidad como lo es a un ciego concebir una teoría de los colores.
Hay que admitir (y casi huelga decirlo) que a la crítica sana le es dable descubrir la falsedad, siempre que no pretenda que todo el mundo estaba en error hasta que ella alumbró la luz. La crítica sabia no busca desmitologizar nada en el sentido de destruir una casa, dejando el terreno pelado, para elevar después un edificio nuevo, a la Corbusier. No es intolerante ni presuntuosa; empieza indagando cuidadosamente las características todas de un hecho, sus circunstancias, antecedentes, efectos, los testigos que lo presenciaron, antes de determinar si es verdadero o falso. Previamente a ese estudio mantiene en suspenso el juicio. No rechaza ni admite nada sin fundamento. Por último, intenta comprender cada suceso en toda su complejidad, no sólo como fruto de una cultura, época, región, raza y demás, sino también como expresión de una experiencia individual, que no cabe tachar de buenas a primeras de ilusión. Sólo tras un minucioso examen presenta sus conclusiones.
La crítica de ninguna manera consiste sólo en racionalizar algo, con objeto de conocer la verdad. Es un proceso complejo de com-prensión, a la vez conceptual, imaginativo, sensitivo y hasta poético, vale decir creador y actualizador de virtualidades. No vuelve abstracta la realidad, ni -como ya dijimos- la empobrece ni la obscurece, dejando lo que era concreto y claro reducido a nebulosa. Más aún; puede en muchos casos confirmar como verdadero lo que el racionalismo pretendía desmitologizar (o desvirtuar), en el sentido erróneo de la palabra. E incluso, desprendiendo de la realidad adherencias extrañas, hacer lo así renovado más concreto y presente de lo que antes era, pero sin quitarle su calidad de extraordinario.
De otra parte, adviértase que a menudo la desmitologización no es más que pasar de un mito a otro. Se rechaza, por ejemplo, la creación bíblica como expresión de una mentalidad incapaz de concebir la cosmogonía, si no es personalizándola en imágenes antropomórficas; pero ese rechazo se lleva a cabo en nombre de una filosofía agnóstica que ha elevado a la categoría de verdad inconcusa cierto método y los principios de los cuales el mismo deriva, vale decir que respecto de uno y otros renuncia a la crítica, adoptando una actitud tan irracional como la que supuestamente contribuye a formar al mito antiguo. La presunta verdad resulta, entonces, un tejido de hipótesis verificadas por hechos a los que previamente se ha modificado, de manera que puedan probar aquéllas; una oportuna extrapolación en el tiempo y el espacio convierte sucesos aislados en manifestación de una ley universal. Las entidades así creadas se personifican, igual que las antiguas, con sus respectivos nombres: materia, fuerza, evolución, gravedad, atracción, repulsión, era geológica, movimiento, medida, etc.
La mentalidad moderna, al menos cierta mentalidad moderna, no consigue manifestarse adecuadamente más que empleando expresiones nacidas al calor de la técnica, los métodos de investigación de las ciencias naturales, las formas de vida urbana, los prejuicios acreditados merced a los medios de comunicación y la publicidad. El resultado, al exagerarse lo que bien puede ser cualidad de un ser o modo de conocimiento atinado, y al transformarse dicha cualidad de parcial en total, es otro mito, tan infundado, si sin anteojeras se mira, como el arrumbado en nombre de la modernidad y el progreso.
La desmitologización equivocada suele nacer en un tiempo hipercrítico respecto de lo antiguo, pero bobamente crédulo para cuanto se refiera a lo moderno; época filoneísta y paleófoba. No corresponde a ninguna tendencia natural y objetiva del espíritu humano; nace de una moda o propensión cultural. No trata tanto de analizar antiguas creencias y teorías, cuanto de demostrar, per fas aut nefas, su falsedad. Tampoco intenta averiguar si existe algo en ellas de verdadero, bueno o hermoso; el fin de la indagación es destruir las mismas y reemplazarlas por otras nuevas. El examen no es filosófico ni científico; pertenece al campo de la ideología, tomado el término en el sentido de pensamiento pragmático y parcial.
De otro lado, el mito, lo mismo el antiguo que el moderno, aparte de su sentido obvio, cabe que esconda uno secreto, por así decirlo.
Para aclarar esto que acabamos de decir, notemos que el mito constituye una entidad semántica independiente, poseedora de significado propio; no se limita a ser apéndice o relato postizo cuya importancia estribe en un sentido distinto del manifiesto. Este sentido inmediato no necesita de indagación ni de especulación alguna para ser comprendido. Fruto de una metamorfosis de lo real, ha adquirido su propia enjundia, hasta parecer que es una narración que toma de la realidad misma hechos verdaderamente ocurridos.
Aparte de ello, el mito puede simbolizar sucesos, ideas o personas, como especularon, verbigracia, varios renacentistas (Marsilio Ficino, Giordano Bruno, León Hebreo), recorriendo el camino que ya habían preparado los estoicos y examinado ampliamente Cicerón en su De natura deorum. Así, el politeísmo representaba a su modo los diversos atributos del Dios único; Eros significaba la atracción que guía al hombre hacia el mundo superior; la Venus celeste era alegoría de la inteligencia angélica, etc.
Pero nosotros, al hablar de sentido secreto del mito, nos referimos a otra clase de significación, fuera de la obvia y del posible sentido simbólico: la que inconscientemente se sedimenta en leyendas, esbozando ideas y sentimientos que no logren expresarse de forma clara, pero que no por eso se refieran a hechos inexistentes o inexistidos; o que prefiguren acontecimientos cuya realidad futura se intuya también muy obscuramente: oráculos antiguos y predicciones sibilinas.
Tomemos, por ejemplo, la leyenda de Hércules. Primero consideramos el mero relato del nacimiento, hazañas del héroe, su muerte y su acogida entre los dioses olímpicos. Después, la personificación del vigor y heroísmo masculinos, según las ideas de tal o cual nación. Luego, la expresión épica de lo que realmente fue o pudo haber sido. Y, por último, concebimos toda la historia a modo de creación literaria acreditada. El sentido secreto de la fábula es, pues, lo real encubierto o presentido, expresado de forma aparentemente legendaria en su totalidad. Dicha realidad es inseparable de la narración, ya que trasciende el mito la simple actualidad cotidiana gracias a la ficción, accediendo por ésta a la verdad que encierra cualquier suceso. La actualidad ya es de por sí mítica, y para conocer todos sus aspectos no puede evitar uno ayudarse de cierta fantasía.
El mitificador puede ser persona de gran ingenio y habilidad para acreditar su obra, o bien son grupos que actúan sincronizadamente, sea de forma consciente o no, en un lapso corto o dilatado tiempo, quienes crean el mito o lo acrecientan. Así, hasta las tradiciones orales y versificadas para mejor memorizarlas, pueden sumar elementos inusitados, extraídos del propio dinamismo inicial o de circunstancias nuevas. Y con mayor razón, los mitos modernos, mucho más dependientes de la voluntad y el designio que los antiguos, tributarios ante todo de la tradición. De lo cual procede gran cantidad de sentidos, como estratos geológicos que determinen épocas y origen de objetos o restos encontrados.
Esta multiplicidad de autores y significados no quiere decir que el creador del mito pretenda disfrazar lo que piense, embutiéndolo en ficciones. No es de una falsificación o de un personificar artificioso de donde nace el mito, sino de una transfiguración. Se equivoca el que vaya en pos de un embuste o un aleccionar al estilo de las fábulas de Fedro o de Samaniego. La propia simbolización del paganismo grecorro-mano no ha de entenderse como deliberado encubrir ciertas nociones o adaptarlas para mejor comprensión de los oyentes. La relación entre los diversos aspectos de la realidad y lo que León Hebreo llama ficciones poéticas, no consiste en el substituir mecánico de un sentido por otro, de tal manera que en vez del calor natural del hombre se lea Vulcano; por Perseo se entienda al hombre prudente; etc. La alegoría o símbolo, así como la prefiguración de que hace un momento hablamos, no son hijos sólo del razonamiento: queremos decir que no nacen de un propósito o deseo consciente, ni únicamente por medio del discurrir se descubren. Proceden del afán natural de comprender, de la fantasía que transforma la realidad, de una intuición que obedece a determinados cánones éticos y estéticos. Por esto, la realidad que corresponde al símbolo no cabe aprehenderla ni con los sentidos, ni con la inteligencia sola. En cuanto a la anticipación significativa, consiste a la vez en la presencia actual y en una serie de virtualidades intuibles o imaginables.
Por lo demás, ¿quién conoce al autor de un mito para preguntarle cuál fue su propósito? Los mitos antiguos son como prole sin padre; de los modernos, entendidos por tales los que aparecen desde el nacimiento del cristianismo, a veces se conoce al progenitor. Pero en cuanto al fin que buscaba el mitógrafo, en la mayor parte de los casos hay que contentarse con conjeturas, porque el propio autor de la historia ignora muchas cosas de las que dijo. ¿Qué pretendían, por ejemplo, Siegel y Shuster, autores de la historia del Superhombre? ¿No más que divertir? ¿O hacer una solapada apología del salvador providencial? ¿Reconocer, acaso, la impotencia del común y la necesidad de un paladín que vele sobre todos? ¿Ensalzar al tipo medio norteamericano? ¿Y qué significó la persona de Rodolfo Valentino, superada la publicidad ocasional, al fijarse para siempre en el cielo de las estrellas cinematográficas? ¿Fue sólo un actor bonito del que estaban enamoradas miles de mujeres? ¿O representó el amante ideal, suficientemente ambiguo para mantener el deseo en un limbo de masculinidad sublimada? Y la persona de don Juan, seductor universal, ¿encarnaba una aspiración lasciva general de los hombres u ocultaba rebeldías más profundas, del espíritu y no exclusivamente de la carne?
Es el mito, del género que fuere: religioso, poético, racial, político, social, histórico, científico, complicadísimo entrevero de toda clase de elementos humanos, culturales, biológicos, lingüísticos, sobrenaturales a la par que naturales, geográficos, intelectuales. Y devanar y ovillar esa madeja no significa tanto aprehender núcleos reales originarios, cuanto seguir el desarrollo de los mismos, como semillas, a la vez poseedoras de energía propia y afectadas por la índole de la tierra donde germinen. Y respecto de los elementos supuestamente originales o adventicios, ningún método es más apropiado que, en primer lugar, la falta completa de prejuicios; y, en segundo lugar, ese positivismo integral que patrocinaban Husserl y Scheler, conforme al cual, por lo menos en lo que se refiere al mito religioso, cabe descubrir un meollo de innegable e irreductible realidad. La investigación de cualquier índole que fuere, particularmente el afán de sustentar en documentos cualquier hecho (prejuicio empirista), debe ceder con frecuencia el paso a consideraciones tradicionales y de dinamismo espiritual, sin las que apenas aclaran algo del enigma monedas, pergaminos, estelas, cerámicas, joyas, restos orgánicos, telas y demás, acompañadas de hipótesis acreditadas hoy y abandonadas mañana.
En suma, es el mito mucho más comprensivo y amplio que cualquier contenido racional y la consiguiente comprensión. Y mucho más fecundo también, porque siempre cabe escudriñarlo y sacar de él secretos, igual que de una caja inagotable de sorpresas. Sólo se precisa conocer el límite del propio conocimiento al respecto, y encararse con el asunto por estudiar sin temor, ni respeto inoportuno, ni antipatía previa.
Y tener, por fin, en cuenta que nace el mito no de una mente personal o colectiva indigente en lo que a sentimientos, ideas y palabras se refiere, sino, como dice Max Mueller, ab ingenii humani sapientia et a dictionis abundantia ( 1 ).
Notas
( 1 ) Cit. por. Enrique Pinard de la Boulaye, S. J.: L’ étude comparée des religions, vol. I (París, 1929), pag. 361.
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